"Las sin parte: Matrimonios y divorcios entre feminismo y marxismo" de Cinzia Arruzza

Viernes 30 de julio de 2010, por anticapitalista

Uno de los problemas fundamentales del marxismo actual consiste en no comprender las razones concretas que han dividido a los trabajadores y que impiden el crecimiento de la solidaridad de clase. Destacan entre ellas el racismo y el sexismo. Por lo tanto, una lucha de clases que pretenda ser seria en el mundo moderno debe situar en primer plano estas cuestiones. (Stephanie Coonzie)

Marxismo sin feminismo

La historia del feminismo y el marxismo se caracteriza por la existencia de constantes posibilidades de encuentro que, sin embargo, nunca han llevado a fraguar una unidad completa y satisfactoria para ambas partes. Durante casi dos siglos, el movimiento feminista y el movimiento obrero se han encontrado en luchas, han trabajado juntos, han desconfiado el uno del otro, ha vuelto a coincidir, a separarse, a redescubrirse, a renegar y a observarse desde la distancia. Y así sucesivamente. Hasta aquí. Hasta ahora.

Prólogo

Por un feminismo anticapitalista del aquí y del ahora

Sandra Ezquerra

Uno de los problemas fundamentales del marxismo actual consiste en no comprender las razones concretas que han dividido a los trabajadores y que impiden el crecimiento de la solidaridad de clase. Destacan entre ellas el racismo y el sexismo. Por lo tanto, una lucha de clases que pretenda ser seria en el mundo moderno debe situar en primer plano estas cuestiones. Stephanie Coonzie

Marxismo sin feminismo

La historia del feminismo y el marxismo se caracteriza por la existencia de constantes posibilidades de encuentro que, sin embargo, nunca han llevado a fraguar una unidad completa y satisfactoria para ambas partes. Durante casi dos siglos, el movimiento feminista y el movimiento obrero se han encontrado en luchas, han trabajado juntos, han desconfiado el uno del otro, han vuelto a coincidir, a separarse, a redescubrirse, a renegar y a observarse desde la distancia. Y así sucesivamente. Hasta aquí. Hasta ahora.

Si bien el escepticismo histórico por parte del movimiento obrero hacia el feminismo a causa del frecuente escaso interés de éste último por las condiciones y necesidades específicas de los y las obreras ha estado en ocasiones más que justificado, las tensiones entre ambos no se reducen ni pueden ser explicadas únicamente por este factor. Durante el siglo XIX y parte del XX no faltaron, en el seno del movimiento obrero, las voces en contra de la participación de la mujer en el mercado laboral. Además, discursos proclamando el hogar como lugar natural de la mujer, como los que se dieron en la I Internacional, se encontraban a la orden del día. Estas posturas fueron fruto de consideraciones tanto económicas como moralistas, ya que la prevalente percepción de la mujer como inferior al hombre se combinó con el efecto a la baja de los salarios globales que la presencia de la mujer en el mercado laboral tuvo, que resultó además en numerosas huelgas organizadas por hombres contra mujeres trabajadoras.

El capital ha utilizado históricamente la fuerza de trabajo femenina e infantil para reducir costes. Ante ello el movimiento obrero, y ahí radica su primera traición, a menudo optó por reivindicar el salario familiar, el cuál a menudo excluyó a las mujeres del mercado de trabajo, en lugar de luchar codo a codo por la igualdad de salarios y derechos para todos y todas y evitar a la larga una segmentación de la clase trabajadora. Irónicamente, el pecado de dividir al movimiento obrero, que ha constituido la acusación estrella del movimiento obrero contra el feminismo, fue cometido originariamente por el primero y no por el segundo. La combinación de error de cálculo y de prejuicio moral ha llevado al movimiento obrero y al marxismo en otras ocasiones a dejar a las mujeres en la estacada, y Cinzia Arruzza nos relata de manera detallada cómo cuestiones como el voto femenino, el divorcio, la contracepción y el aborto, entre otros derechos democráticos de las mujeres, fueron temas tabú en el seno del PCF y el PCI durante buena parte del siglo XX.

Las mujeres no hemos sido las únicas excluidas en algún momento u otro de las reivindicaciones sindicales y del marxismo, e históricamente las minorías étnicas y las personas de origen inmigrante han compartido con nosotras el dudoso honor de ser vistas como amenaza en lugar de como compañeras de lucha. Unos y otras hemos sido a menudo sacrificados bajo el pretexto de salvaguardar los derechos de los trabajadores hombres, blancos, autóctonos: los trabajadores de “siempre”; “los de verdad”. No hace falta decir que estas exclusiones han beneficiado los intereses del capital y han contribuido a una fragmentación y debilitamiento de la lucha de clases.

Las tensiones históricas entre marxismo y feminismo no se han limitado al campo de las reivindicaciones políticas, y otro problema importante, aunque relacionado con los ya mencionados, ha sido la micropolítica o el sexismo en el seno del movimiento obrero y otros movimientos sociales. Mientras que todas podemos recordar el ninguneo al que eran sometidas las trabajadoras por sus compañeros de sindicato en La Sal de la Tierra, este sexismo, así como la división sexual de la actividad política, estuvo también presente en numerosas organizaciones y movimientos sociales mixtos en las últimas décadas del siglo XX. Tal y como Arruzza describe vívidamente en el caso de los movimientos sociales norteamericanos de los años 60, “a donde quisiera que se dirigieran, las miles de mujeres norteamericanas comprometidas en los movimientos por los derechos civiles, en los movimiento estudiantiles, en el movimiento contra la Guerra, se tropezaban con el mismo sexismo. El sarcasmo, el escarnio, el abierto desprecio del que eran objeto cuando buscaban avanzar reivindicaciones y proponer reflexiones desde el punto de vista de su opresión específica como mujeres habría tenido una única salida: el divorcio entre el movimiento feminista y los demás movimientos”, particularmente el obrero.

Y así fue.

Feminismo sin marxismo

A principios de los años setenta nacía y se consolidaba, particularmente entre la pequeña burguesía y las clases medias e intelectuales, el movimiento feminista norteamericano, organizado en pequeños grupos de mujeres mayoritariamente dedicadas a la práctica de la autoconciencia. Tuvo especial influencia el feminismo radical, cuyo énfasis residió en el análisis de las relaciones interpersonales y en una versión esencialista de la diferencia derivada de las características sexuales de las mujeres. En otros países como en Francia también se propagaron los grupos feministas separatistas, a pesar de que algunas feministas que militaban en organizaciones mixtas de la izquierda revolucionaria intentaron en vano mediar entre el movimiento feminista y sus organizaciones. Significativamente, durante aquellos años algunos sectores del movimiento feminista italiano declaraban públicamente “la ruptura neta con la historia del movimiento obrero y con su teoría” y criticaban cualquier relación de colaboración con organizaciones mixtas.

Una de las respuestas teóricas y políticas por parte del movimiento feminista a la perspectiva de “clase sin género” de una buena parte del movimiento obrero y de la tradición marxista fue la de “género como clase”. Según las feministas materialistas como Christine Delphy, eran los hombres (y no tanto el capitalismo), los que, en el marco de un modo de producción patriarcal, se apropiaban del trabajo reproductivo de las mujeres. En el seno de este modo de producción, hombres y mujeres constituían dos clases antagónicas vinculadas por la relación de explotación de las segundas por parte de los primeros. La conclusión lógica de esta relación, tal y como muestra Arruzza, es la existencia de una clase de mujeres que, independientemente de que sean esposas de magnates o de trabajadores de la industria, se sitúan en una relación antagónica con la clase explotadora de los hombres. Si bien la principal contribución de feministas como Delphy fue la de arrojar luz sobre la importancia del trabajo reproductivo llevado a cabo por las mujeres, importancia subestimada por el marxismo clásico, su perspectiva incurrió en el mismo error, aunque en la dirección contraria, que éste. Es decir, frente a la tradicional invisibilización del género a favor de la clase, ellas plantearon el dominio del género sobre la clase, lo que hacía, en cierto modo, que ésta desapareciera.

Otro de los elementos constitutivos de la separación entre feminismo y movimientos sociales mixtos ha sido la prevalencia política, en ciertos sectores feministas, del sexo sobre las relaciones de clase, o del llamado “género sin clase”. El feminismo radical norteamericano de finales de los años setenta, que tuvo una enorme influencia en numerosos países occidentales, consideró el patriarcado como un sistema autónomo de opresión por parte de los hombres y, distinguiéndose así tanto del feminismo liberal como del feminismo socialista, lo identificó como el enemigo principal y común a todas las mujeres. Feministas como Shulamith Firestone identificaron la diferencia biológica entre hombres y mujeres como la raíz de la subordinación femenina, naturalizando de esta manera las desigualdades de género y presentándolas como inevitables. Por otro lado, el feminismo de la diferencia, fuertemente criticado por Lidia Cirillo en Mejor Huérfanas, ha llevado a cabo una esencialización de la diferencia sexual mediante el énfasis en lo biológico y lo simbólico, y también ha tenido un papel fundamental en la “secesión” del feminismo de los movimientos sociales.

Durante la década de los ochenta y de los noventa, tanto el pensamiento lesbiano como la Teoría Queer empezaron a cuestionar el binomio conceptual de “hombre” y “mujer” instaurados por el feminismo radical y el pensamiento de la diferencia, así como el esencialismo en el que éstos desembocan. Particularmente la Teoría Queer, representada principalmente por Judith Butler, invierten la relación causa-efecto establecida por las feministas radicales y las de la diferencia y concluyen que, en lugar de ser el sexo el que determina el género, es precisamente el género, constituido por rituales coercitivos que configuran las relaciones de poder, el que define y conforma la materialidad del cuerpo-sexo.

La ruptura del movimiento feminista respecto al movimiento obrero y otros movimientos sociales desde los años setenta se ha dado de forma paralela a su ruptura con la crítica de las relaciones de producción a favor del énfasis en las relaciones de dominio y de poder. Se da, de esta manera, un desplazamiento de las relaciones materiales hacia el plano del discurso y del lenguaje como lugar de configuración de la jerarquía entre los sexos. Ello, junto con la explicación de las desigualdades entre hombres y mujeres como consecuencia de las diferencias biológicas entre unos y otras, desemboca en una deshistorización del patriarcado y su comprensión como algo estático e invariable. Juntamente con esta falta de rigor analítico, el separatismo de ciertos sectores del movimiento feminista durante las últimas décadas no ha resultado en el diseño de una política feminista eficaz, sino que ha contribuido al aislamiento del propio movimiento, así como a su creciente fragmentación interna, y ha dificultado enormemente las alianzas entre éste y otras luchas. Las consecuencias políticas y teóricas no han ido menos negativas. La lectura biologicista y psicologizante ha desembocado en una visión idealista de las relaciones entre hombres y mujeres que ha ignorado la importancia de otros ejes de poder, como la raza o la clase, en la conformación de las formas de opresión vividas por las mujeres así como en su proceso de identificación y subjetivización como sujeto colectivo. Además, el determinismo biológico ha acabado a veces justificando la discriminación y la segregación y la insistencia en el poder masculino ha derivado a menudo en condenas de tipo moralista e incluso reaccionario. El feminismo anticapitalista del aquí y del ahora

Algún tiempo ha pasado desde aquella I Internacional y desde el largo y espinoso recorrido del marxismo y del feminismo por el siglo XX. Las cosas han cambiado, pero no tanto como a muchas y a muchos nos gustaría. Mientras que el movimiento obrero y el marxismo siguen sin integrar de forma orgánica y global la perspectiva de género en su discurso y en su praxis, amplios sectores del feminismo siguen incurriendo, en diferentes grados, en altas dosis de un esencialismo paralizador, y se muestran escépticos a la hora de trabajar de forma conjunta con otros movimientos sociales. Independientemente de que seamos capaces de comprender las razones históricas tras las cegueras y negligencias tanto de unos como de otras, es necesario reconocer que, hoy más que nunca, éstas no son sólo inoportunas sino ante todo contraproducentes.

Las feministas anticapitalistas del aquí y del ahora somos inevitablemente hijas de todo este legado: herederas y supervivientes de este constante, aunque precario, equilibrio de matrimonios y divorcios. Si bien apostamos firme y decididamente por la denuncia del sistema capitalista como inherentemente depredador y destructivo de los derechos de las personas y del planeta, nos embarcamos de forma no menos entusiasta en la lucha contra la opresión de género y el patriarcado. Mientras que creemos en la necesidad de llevar a cabo este trabajo en el seno de las organizaciones políticas mixtas, no es menos importante para nosotras trabajar en el movimiento feminista mano a mano con otras mujeres que, se consideren o no anticapitalistas, son a menudo también, juntamente con las y los militantes de nuestras organizaciones, nuestras compañeras de viaje; nuestras compañeras de lucha.

Nuestra doble apuesta y doble presencia, no obstante, presenta numerosos retos y contradicciones no siempre fáciles de resolver. Por un lado nos encontramos a menudo con que el análisis y las reivindicaciones feministas no siempre tienen centralidad en los discursos, en las declaraciones y en las prácticas de nuestras organizaciones políticas mixtas. Ello se suele reflejar en el terreno del discurso político, de debates internos, de la división del trabajo y la visibilidad, así como en el de las relaciones interpersonales. Por otro lado, desde ciertos sectores del movimiento feminista se nos mira con cierta sospecha precisamente por nuestra militancia en espacios políticos y mixtos, así como por nuestro intento de entrelazar nuestra lucha feminista con la anticapitalista. En cierto modo algunas feministas no nos perdonan nuestro intento de trascender el género y la mujer “a secas” como categoría y sujeto político, y ven nuestra doble presencia como una traición en lugar de como un intento de enriquecer, de manera simultánea, tanto feminismo como anticapitalismo.

De esta manera, mientras que la historia de las relaciones entre marxismo y feminismo; entre movimiento obrero y movimiento feminista, está llena, tal y como explica Arruzza, de matrimonios infelices y divorcios irreconciliables, las feministas anticapitalistas del aquí y del ahora irónicamente nos encontramos con que hay momentos en los que nos resulta difícil sentir cualquiera de nuestros “espacios políticos naturales” como hogar completamente propio. Mientras que en uno somos a menudo las “hermanas pequeñas” en el otro somos las “invitadas”. He ahí el precio por hacer de puente, de intersección, de enlace. Evidentemente, eso no es así siempre, pero es importante entender y reconocer de manera valiente y honesta que, mientras esto no es siempre así, esto aún es así. Y es importante reconocerlo por dos razones. La primera, porque es preciso contextualizarlo tanto de forma histórica como política, ya que, si bien hemos aprendido de algunos de los errores pasados, somos también fruto de ellos. La segunda razón es que, lejos de vivir las contradicciones que encarnamos y encaramos desde la frustración, el victimismo o el derrotismo, las hemos de explicitar y articular políticamente para superarlas y para contribuir a hacer tanto del marxismo como del feminismo lenguajes, teorías y espacios combativos y propositivos más complejos, más incluyentes, más ricos. A pesar de las dificultades que ello implica, ha llegado el momento de dejar de mirar la realidad como un proceso unidimensional. Es con este objetivo en mente que, lejos de ver el marxismo como un proceso acabado cuya pureza o rigor se ven amenazados por la incorporación del feminismo en el análisis de clase, apostamos por un feminismo que en realidad pueda contribuir de manera fundamental a completar el marxismo y el anticapitalismo, y que los fortalezca a la hora de explicar la realidad y cambiarla a favor de todos y todas las oprimidas y explotadas. En nuestro empeño por realizar esta apuesta, Las sin parte. Matrimonios y divorcios entre feminismo y marxismo, constituye, a mi parecer, una valiosísima herramienta.

En un momento como el actual de crisis sistémica y multidimensional; momento de crisis económica, ecológica, alimentaria y de los cuidados, es necesario y urgente asegurar nuestra presencia en múltiples frentes y visibilizar las formas y los espacios en los que se solapan. A fin de cuentas tenemos claro que, tal y como ya expresaba Lidia Cirillo en los años 90, las relaciones de poder se sostienen recíprocamente, y no es posible contestar una de ellas sin contestarlas todas. Es aquí precisamente donde las dificultades de ser anticapitalista y feminista se han de convertir, aquí y ahora, en un abanico de nuevas posibilidades.

Es en la era actual del capitalismo global que la afirmación de Cirillo deviene más evidente que nunca: resulta imposible comprender las piruetas internacionales del capital sin tomar en consideración como éste moviliza y utiliza la opresión no sólo de género, sino también racial y nacional, entre otras, para maximizar beneficios, reproducirse y auto-erigirse como la única alternativa imaginable. No es posible, por ejemplo, entender el funcionamiento de las ciudades globales estudiadas por la socióloga Saskia Sassen sin tomar en consideración la especialización de numerosos países de la Periferia en la formación y exportación de trabajadoras domésticas y cuidadoras que llevan a cabo el trabajo reproductivo en el Centro en situaciones de gravísima precariedad laboral, social y legal. ¿Qué papel tienen las numerosas Leyes de Extranjería en todo esto? ¿Cómo entendemos la interrelación de sus elementos xenófobos, sexistas y de clase? Tampoco es posible entender el masivo establecimiento durante las últimas décadas de maquilas en México y Centroamérica y de zonas de producción para la exportación en el Sureste asiático, claves todas ellas en los procesos de deslocalización de la industria, sin analizar la feminización internacional de la fuerza de trabajo llevada a cabo durante el mismo periodo. Ésta ha resultado en el desprestigio de ciertos sectores laborales y en el abaratamiento de la mano de obra utilizada en ellos, y ha puesto de manifiesto, a través de fenómenos como el feminicidio de Ciudad Juárez, las enormes resistencias sociales hacia la “emancipación” de las mujeres. Y hablando de resistencias, ejemplos más cercanos, ¿qué papel juega la crecientemente visible presencia de la violencia de género en lugares como el Estado español en el marco de la generalizada incorporación de la mujer en el mercado laboral y el cuestionamiento de los roles tradicionales de género que ésta conlleva? ¿Son acaso todos ellos procesos inconexos? Ignorar la relación entre todos ellos supone hacer, tal y como nos advierte la autora del libro, no sólo un flaco favor a las mujeres, sino “también al marxismo y a un proyecto político de transformación radical de la sociedad”.

Entender los procesos tanto globales como locales desde una perspectiva feminista, anticapitalista e internacionalista implica desgranar las diferentes relaciones de poder y explotación que toman lugar en cada caso y analizar las intersecciones entre todos ellas. Sin ningún miedo a “complejizar la clase”, ni “visibilizar el género” ni, como dice Arruzza, caer en las “tinieblas del idealismo”, sino más bien como resultado del deseo de construir un nuevo movimiento de trabajadores y trabajadoras inclusivo y vibrante. Un movimiento social y político revolucionario que, lejos de preocuparse por reivindicar una opresión principal u original que marque las líneas entre el dentro y el fuera, entre el centro y el margen, luche decidida e incesantemente por acabar con todas ellas.

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