La Europa fortaleza y su liberalismo universal

Domingo 23 de mayo de 2004

Por Pedro Aranda

Venía por la frontera de la Catalunya francesa, de Cerbere hacia Barcelona pasando por la histórica estación ferroviaria de Port Bou. Con mi tarjeta interrail sentía la libertad de poder viajar por distintos países europeos (eso sí, tras previo pago de 300 euros). Volvía en tren, cansado, desanimado, sintiendo la injusticia de la vida por haber tenido que dejar lejos , allá al principio del camino, a una querida persona. De repente ocurrió lo que ahora os cuento, que me sacó como un duro golpe de la nube de estos pensamientos.

Cambio de tren en la frontera, excesivo equipaje repartido entre manos y espalda. Entro difícilmente en el vagón, llevo una gran mochila, bolsa con comida, equipo fotográfico… todo lo que un primermundista puede necesitar para un viaje. Busco mi número de asiento. Sentado en la parte exterior del pasillo, un hombre fuerte con aspecto de trabajar bajo el sol por su morena y dura piel se levanta para dejarme paso. Tengo dificultades para subir la cargada mochila hacia la estantería, entonces noto que de detrás vienen unas manos a ayudarme. Pertenecen al mismo hombre que estaba sentado antes que yo y que después quedaría de pie en el pasillo, esperando pacientemente a que yo terminara de organizar todo alrededor de mi asiento, pretendiendo no molestarme, casi con actitud servil.

El tren avanza. Me siento finalmente, como un poco. Comienzo a manipular mi aparato reproductor “Cd mp3 digital antishock system” aderezado con tantas opciones que ni entiendo para qué sirven. De repente entra por la puerta del vagón un hombre joven, fuerte, grande, que grita: “¡policía española, que no se mueva nadie!”. El fuerte grito consiguió asustarme. Los terroristas de los que los medios de comunicación no paran de hablar ya están aquí –pienso-; mi vida pueda acabar hoy mismo… Pero el siguiente grito me tranquiliza, no por su menor estridencia: “¡Pasaportes!” Al mismo tiempo comienzo a observar a mi alrededor varias caras que cambian a mal aspecto, hasta llegar a mostrar ese apariencia de tragedia que solamente es posible entre los hombres del bar de nuestras ciudades cuando su equipo preferido es derrotado en una importante competición.

Empiezo a comprender la situación. Entran más policías, estos mayores que el primero. El joven va avanzando pidiendo pasaportes con seriedad, con firmeza en el cumplimiento de su trabajo; parece que quiere hacer méritos ante sus colegas mayores. Mis sentidos se despiertan por completo y me pongo tenso. El joven va pasando sin prestar atención por algunas filas de gente con piel clara y ropa de estilo que parece provenir de Francia o ser española. Se para ante un grupo de hombres que por el desarrollo de los hechos me entero que son rumanos. Hay uno de ellos sentado a mi lado. Supongo que porque estoy un poco moreno y llevo barba de varios días el policía me pide el pasaporte en tono hostil. “¿DNI también?” –pregunto educadamente-, “Sí, por favor”. Ahora el agente ha bajado el tono de su voz y me habla cortésmente. Siento como en un instante he pasado a ser de inmigrante sospechoso a respetable ciudadano primermundista. La policía de frontera me trata perfectamente si la necesito, ahora soy español (ni andaluz, ni catalán, ni cosas de este tipo), y por eso merezco respeto y me defenderá hasta la muerte, porque soy español. Puedo sentirme tranquilo entonces, pero me pregunto qué me ocurriría si fuera por ejemplo marroquí o rumano. Más tarde descubriría la respuesta a tan breve enigma.

El agente sigue revisando pasaportes e identificaciones. Miro hacia atrás, a mi espalda hay dos mujeres que según entiendo de su conversación con el policía son de origen polaco. Comienza el agente con tono serio y duro “¡Pasaporte!”. Cuando ellas responden que son polacas, el joven responde “¡Ah! Vosotras ahora no… vosotras desde hoy mismo sois también europeas.” (eso me hace recordar que hoy es el día de integración a la UE de los países del este europeo). De paso, el policía les dice un par de tonterías sobre que ahora no necesitan pasaporte y que son amigas, aprovecha para flirtear un poco con un humor tonto que las chicas responden con una ceremonial sonrisa. Supongo que no muestran a éste su humor malo por prudencia de no querer poner a prueba su recien otorgada ciudadanía europea.

Cuando terminó de recoger pasaportes, ordenó al grupo de rumanos que no se movieran y marchó por un rato. Mientras, los otros policías, en grupo cerrando el paso de la puerta del vagón, comentaban, hacían bromas sobre su trabajo. Escuché cómo uno de ellos decía que durante abril la policía de frontera había contabilizado varios miles de expulsiones en esta frontera. Hablaban con ligereza sobre casos de migrantes que se habían resistido o venido abajo en el momento clave, cosa que me parecía más tema de un drama que de conversación para pasar el rato. No podía dejar de cuestionarme sobre si la gente que realiza este tipo de trabajos es trabajadora normal o está más cerca de la idea del mercenario. No imagino a una persona con integridad ética que pueda tratrar a otra como una delincuente al mismo tiempo que ve un rostro lleno de pánico perteneciente a un hombre fuerte que obedece como un niño, mirando al suelo y sin rechistar.

Intenté saber algo sobre hombre que estaba sentado a mi lado, sobre su origen. “¡De dónde vienes?” –le pregunté-, “de Madrid”, me respondió. Absurda respuesta, pues veníamos de Francia hacia Barcelona; supongo que es la respuesta que alguna mafia le dio antes de cobrarle una millonada por un pasaporte falso. Las autoridades, al mismo tiempo que no hacen nada efectivo contra las mafias que especulan con la migración, machacan a la gente más débil, l@s migrantes. La idea de que la lucha contra la inmigración ilegal es una lucha por el bien de l@s propi@s migrantes es un una muestra del discurso de doble moral usado por nuestra sociedad para limpiar las conciencias. Intenté hablar algo más con el hombre: “¿Os vienen persiguiendo por toda Europa?” (aunque sabía que esto es así, me niego a creer que hay gente perseguida hoy día por su condición social, pues a los ricos de sus mismos países de origen no los persigue nadie cuando vienen a la UE). “Por favor, no puedo hablar” me respondió mirándome de refilón, como pidiéndome que le dejara tranquilo porque hablar más de la cuenta podría hacer aún más difícil su situación. Intenté ofrecerle un poco de zumo que llevaba encima. “No” me respondió rotundamente. Creo que beber algo no era su mayor preocupación en ese momento, y por su rostro, entiendo que seguramente su estómago no se lo permite porque está cerrado del miedo. Al rato vuelve el policía joven, y tras una breve conversación con sus compañeros de trabajo dice –“Vamos señores, los rumanos que se levanten ahora mismo y vengan conmigo. No os dejéis ningún bolso aquí”. Los hombres obedecen, recogen sus cosas y entran junto al grupo de policías en la zona libre entre los dos vagones. Todos bajan en una pequeña estación tras la frontera.

Volvía con mucha gana de participar en la gran marcha del primer día de mayo, esa que representa la solidaridad entre los trabajadores, ese sentimiento que los une y refuerza su su dignidad frente a los intereses injustos del capital. Tras esta experiencia vuelvo indignado, pensando que me enfadaré mucho si veo las banderitas de los grandes sindicatos cooptados por la patronal, que de algún modo con su pasividad ante el tema, o incluso activamente permiten que las personas trabajadoras que vienen de otros países sean tratadas de esta manera denigrante. Con su negativa a luchar contra ese discurso que pone la culpa del paro sobre l@s migrantes, dejan que las ideas racistas y xenófobas de la derecha vayan calando entre la sociedad y la clase trabajadora del Estado español. No se puede aceptar una ley de extranjería planificada por la patronal que busca mantener permanentemente una bolsa de personas “ilegales” que aceptando por necesidad cualquier trabajo y condiciones laborales, producen la caída de los sueldos de los trabajadores de aquí. Igualmente la convocatoria del 1 de mayo del sindicalismo oficial era una defensa de la misma “constitución” (que no tiene valor constitutivo de ninguna ciudadanía, sino que consiste en un mero tratado entre gobiernos) europea que pretende convertir al continente en una potencia económica consagrada (de manera casi definitiva e incambiable), blindada frente a las personas de otras partes del mundo, y basada en los valores del neoliberalismo y la guerra imperialista “preventiva”.

Estos rumanos fueron echados como delincuentes que no merecieran respeto. Y nadie hizo nada por evitarlo; por el contrario un anciano iba comentando en una conversación con su compañero de asiento: “Ecuatorianos, peruanos, rumanos… hay más extranjeros que españoles en el Vallés. Y todos sin papeles”. No dice nada más sobre esto, no explica por qué existe esta situación, no dice si le parece bien o mal. Lo deja en el aire, y su acompañante sonríe sin continuar la conversación, es un tema delicado para un día de fiesta. Prosigo el camino hacia Barcelona, la ciudad que ofrece en sus folletos turísticos libertad y el mestizaje étnico como productos mercantiles. Sigo arrastrando sentimientos tristes, pero ahora la vida pesa un poco más, son muchas las personas que dejo atrás, que no pueden seguirme porque el camino les ha sido cerrado. Ahora me pregunto cómo se sentirán ellos, l@s que son obligados@s a dejar el camino del progreso y el bienestar. Esta misma persona que me ayudó con la mochila salió expulsada del tren como si fuera un criminal por el sólo hecho de haber nacido en un país pobre. Nadie hizo nada para evitarlo. ¿Qué razón puede tener en el futuro para ser solidaria con los europeos que iban en ese tren, normales, pero todos más ricos que él? De repente un acontecimiento ha cambiado mis sentimientos: qué fácil es pasar de la tristeza y la nostalgia a la impotencia y la rabia. Me pregunto si esto que nos espera es la mismo que lo que dice la propaganda oficial sobre Europa del futuro, de la constitución, de la libertad.

Barcelona a 1 de mayo del 2004

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