La santa transición: pactos y olvidos

Domingo 11 de diciembre de 2005

Pepe Gutiérrez-Álvarez / Revolta Global

Normalmente, cuando se ha hablado de un "pacto" de olvido orientado hacia una suerte de armisticio en cuanto el pasado histórico reciente, los políticos e intelectuales del "nuevo régimen" han mirado hacia otra parte. Se daba por supuesto, aunque no existía ningún papel ni testimonio escrito, tampoco ninguna voluntad de entrar en la polémica, simplemente las cuentas estaban ahí y era mejor no tocarlas. Así, por ejemplo, durante el debate entorno a la propuesta constitucional, no era extraño que algunos de sus abogados socialistas acusaran a los que argumentábamos a favor del "no" que con nuestra actitud lo que estábamos haciendo era "provocar" un golpe de Estado. Subliminalmente, no fue otra cosa lo que vino a decir Felipe González cuando advirtió sobre las consecuencias que comportaría la victoria del "no" a la OTAN.

En el orden de la historia viva, dicho pacto pasaba ante todo por no señalar con el dedo las atrocidades cometidas por el franquismo, de ahí que haya tenido que transcurrir más de medio siglo para dar los primeros pasos en desenterrar a los miles de fusilados en los primeros días de la sublevación militar, o más simplemente para que alguien se atreva a escribir a un diario que en Sevilla, en la Iglesia de la popular Macarena, todavía se guarda un asiento para Queipo de Llano, quien, de haber pasado su Nuremberg, podría haber sido comparado con cualquiera de los grandes criminales nazis; o que en Burgos existe un Hospital de la Seguridad Social que lleva el nombre del general Yagüe, uno de los mayores torturadores del siglo XX… Este olvido no era un mero ejercicio de prudencia (para no despertar al monstruo), también contribuía a crear las bases de una nueva historia oficial, en la que se trataba de homologar el franquismo con un simple "autoritarismo" (hasta González terció a favor de esta tesis en los tiempos en que navegaba en el Azor), se le otorgaba un carácter de "necesidad trágica" que, a la postre, habría creado las bases socioeconómicas de la España moderna, sin desbordamiento "extremista" (de izquierdas, claro). En la misma onda, se la daba la categoría de iniciativa democrática a los "evolucionistas" del franquismo, cuando fue exactamente al contrario, trataron de contener lo que venía, y por supuesto, de dejar sin mácula la figura del monarca. Ya convertido al dólar, Octavio Paz teorizó que, al final, la guerra civil la había ganado Juan Carlos I…

Por su parte, el PSOE también conseguía algunos objetivos, por ejemplo, mantener sus "cien años de honradez" como expresión de un alto linaje democrático en contraste con la derecha y el estalinismo, un memorial encerrado en la mitificación de un Pablo Iglesias al que se le sustraía su "marxismo" obrerista; al tiempo lograba pasar la esponja a su escasa presencia en las últimas décadas de la resistencia (la inmensa mayoría de sus líderes fueron antifranquistas de última hora, y protegidos por la llamada Internacional socialista). Otro objetivo del PSOE era que se legitimaba como la única izquierda posible –y lo que estuviera a su izquierda ya era asunto de la Guardia Civil-, la Casa Común, en la que los héroes cansados de lejanas batallas podían encontrar honores y recompensas. Según explica Solé Turá en sus "memorias" (repletas de olvidos), así se superaba el viciado dilema entre comunismo y anticomunismo, y se establecía un consenso que, como se suele decir en los discursos, iba en beneficio "de todos", aunque, sin lugar a dudas, unos serían mucho más "todos" que otros, sinó que se lo pregunten a Martín Villa o al monarca.

El esquema era simple: mientras que la derecha integraba a sus extremos, al PSOE le correspondía lo propio con sus izquierdas, incluyendo el PCE. Después de pagar el abandono de sus referencias marxistas como un peaje obligatorio para acceder al gobierno y de convertir la "razón de Estado" en la superación de todas las ideas y teorías, el área cultural socialista contribuyó con vehemencia al establecimiento del nuevo orden de cosas comprando intelectuales, excomulgando al "resistencialismo", o sea, a los que se empecinaban en mantener viejas causas. Mientras que la Iglesia de la Cruzada se llenaba de santos, el PSOE, por citar un ejemplo entre mil, llegaba a imponer, a través de sus medios, que en unas jornadas internacionales en conmemoración del asesinato de García Lorca que tuvieron lugar en Granada, no se mencionara a los responsables de su muerte. Era la época en la que Craxi respondió que "socialismo es lo que hacen los socialistas". En eso quedaba un siglo de historia.

En este pacto hubo muchos derrotados: toda la izquierda a la izquierda del PSOE (y los nacionalistas). Aunque el gran derrotado fue el PCE-PSUC, cuya decadencia se hizo irreversible. Paradójicamente, "El partido" que había sido el motor de la resistencia desde que la CNT cayó exhausta, ya había mostrado toda su moderación desactivando una huelga general tras los asesinatos de Atocha. Para el equipo de Santiago Carrillo (líder incuestionable según las normas estalinianas), la legalización de Semana Santa de 1977 se convirtió en una finalidad en sí misma. Un objetivo por el que no solamente abandonó cualquier veleidad republicana, sino que también le condujo a firmar acuerdos como los llamados Pactos de la Moncloa, que significaron el cierre de aquella iniciativa proletaria que había puesto al régimen contra las cuerdas y que había logrado conquistas sociales que, eso sí, nos aproximaron a las conseguidas por los trabajadores en Europa. Y no se trataba de un repliegue táctico, sino de una aceptación de los límites del nuevo juego: la derecha "reconocía" unas conquistas democráticas a "cambio" de que la izquierda "pactara" el costo de la crisis económica…

En Cataluña, con una mayoría electoral de izquierdas (PSC-PSUC), daba luz verde, mediante un juego de manos, a un gobierno pactado entre Suárez y el "president" Tarradellas –tarradellista confeso- (un admirador de cómo De Gaulle había logrado domesticar a la Resistencia y al PCF). La "normalización" llegó hasta el extremo de que el único problema digno de mención que tuvo el PSUC se derivó del hecho de que Antonio Gutiérrez Díaz se mostró, al parecer, renuente a llevar corbata. No se tiene constancia de otros problemas.

Además de estar agradecidos a Suárez (por lo que, ante todo, había resultado una imposición desde abajo), hubo otro factor por el que el PCE-PSUC aceptó este pacto de normalización y olvido (o de "superación" orientada hacia la derecha): eran los únicos que mantenían a Carrillo y a otros viejos estalinistas en su cúpula, un hilo que nos lleva a otro ovillo imprescindible para entender dicho pacto. La tradición estalinista había sido muy contestada, incluso en su interior. Tanto era así que a la primera crisis interna, el epíteto llegó a ser una de las armas arrojadizas más blandidas. Al tiempo que "El Partido" crecía, la crisis de los viejos métodos estalinistas, ya en decadencia, provocaba disidencias que dieron lugar a los numerosos y variados fenómenos maoístas y trotskystas -alimentados también por el rechazo a la actuación del PCF en el mayo francés- y a la crítica a la posición del PCE-PSUC de privilegiar la política de pactos en detrimento de la recomposición del movimiento obrero y social que estaba haciendo insostenible la prolongación de la dictadura hacia formas más suaves y reformadas, como se habían propuesto en un principio Suárez y los "reformistas" del régimen.

Desde la segunda mitad de los años sesenta se había venido insistiendo en la necesidad de ajustar las cuentas con este aspecto de su historia que eran actas de acusación de crímenes y traiciones sin fín. No solamente en lo que se refería a la extensión de los "procesos de Moscú" en la zona republicana, o al "caso Ramón Mercader", sino también a la historia oculta del exilio, a capítulos como los asesinatos de representantes del propio partido como Gabriel León Trilla o Jesús Monzón. Mientras que los jerarcas del franquismo eran tratados como demócratas, y se hablaba de las monarquías como en las películas de Sissi, se convirtió en normal ver cómo Carrillo aparecía como reo en debates televisivos, acosado por aquí y por allá. Un buen ejemplo fue el ataque de los "nuevos filósofos", que, provenientes de los maoísmos, estaban contribuyendo, en la senda abierta por Alexander Soljenitisin y con la ayuda del último Castoriadis, según los cuales el comunismo era idéntico al estalinismo y el estalinismo resultaba peor que los fascismos. Una senda a la que se apuntaría de buen grado el PSOE en su afán por ocupar todo el espacio de las izquierdas y que sería remachada por la restauración neoliberal, tan totalitaria en este terreno.

Era el momento en que, por decirlo con palabras del "chaqueta vieja" Vizcaíno Casas, "el problema era el socialismo", o sea, todo lo que podía evocar esa palabra. Era la época en que Vargas Llosa hablaba de la "dictadura" de los sindicatos en las empresas, un lugar donde, por lo demás, siempre había funcionado el esquema de poder de las monarquías absolutas. Hasta reclamar una "selección nacional" autonómica (como las que funcionan en Gran Bretaña) aparecía como una provocación en ese momento…

No es, desde luego, esta la opinión de Javier Tusell, todo un historiador profesional, un experto admirado dentro y fuera del Estado, al que los lectores amantes de la reflexión histórica que peinan canas recordarán como "comisario" ucedeo que no dejaba pasar ni una en todo tipo de debates que sobre la historia moderna se ofrecían por TV2. Allí estaba el hombre para dar lecciones de "centrismo" liberal, argumentando con su diagonal, frente a los extremismos de un lado u otro. Ahora, alarmado porque uno de los presuntos caballeros del "pacto", Alfonso Guerra, haya hecho suya cierta hipótesis en su prólogo del libro sobre El exilio español, Tusell se ha visto obligado a salir al paso en un artículo aparecido en la revista Clio (nº 13, p. 18, noviembre, 2002). Tusell no puede por menos que expresar su centrada indignación ya que, hasta el momento, dicha hipótesis se ofrecía "por parte de intelectuales y políticos marginados durante […] la transición española". Solamente los marginales
- los que se quedaron "fuera de la foto"- se habían atrevido a afirmar que "la democracia consistió en un pacto por el olvido del pasado".

De entrada pues, Tusell introduce el factor del "resentimiento", una fórmula que también se aplica a los que tratan de escarbar demasiado en las heridas de la guerra civil y el franquismo, cuando, al decir de los "caballeros", estas cosas tienen que estar archivadas o, en todo caso, ser tratadas por expertos como el Sr. Tusell. Guerra rompía así alguna cláusula, algo que no cabía esperar de un caballero, de uno de los que se beneficiaron de este pacto. ¿Se imaginan Vds., por ejemplo a Martin Villa, a Fraga o al Duque de Suárez, o incluso a Santiago Carrillo, que perdió un partido pero logró su monumento, decir alguna cosa al respecto? Por supuesto, a Tusell no se le ocurre que dicha marginación pueda ser voluntaria, que hubieran intelectuales y políticos que, por decirlo con palabras de Benjamín Péret, no quisieran comer de ese pan.

Para el biógrafo de Alfonso XIII (un centrista al lado de extremistas anarquistas o comunistas), "no hubo un pacto de olvido entre los políticos que actuaron durante el período 1977-1982". Como ejemplo dice que ni Fraga ni Carrillo, "dejaron en absoluto de recordar sus procedencias, lo que da aún mayor valor al hecho de que uno presentara en una sonada conferencia al otro (y el otro aceptara)"; lo que en realidad no es cierto, ambos han tratado de esconder sus cadáveres. Además, Carrillo nunca acusó a Fraga de haber firmado penas de muerte; Fraga vino a decir que con comunistas como Carrillo la cosa daba gusto; en realidad, tanta diplomacia no era sino la confirmación de dicho pacto. Tusell la ve "una amnistía, concedida mutuamente e inspirada en la voluntad de convivencia", o sea los carceleros aceptaron liberar a los presos, y se pasó la página a la manera de la serie Cuéntame… (Miénteme…, según Caiga quien caiga), donde después de pasar por exilios, campos de concentración y cárceles, a los 15 días de recuperar la libertad, un antiguo poumista saluda durante la misa del gallo a un antiguo combatiente franquista. Sin embargo, este "término medio" no tiene demasiado que ver con la historia. En la historia, Franco siguió con sus estatuas mientras que sus víctimas raramente recibieron el debido reconocimiento; mientras que la Iglesia subía a los altares sus víctimas sin necesidad de pedir siquiera excusas por su "centrado" apoyo a la "Cruzada", los "maquis" han tardado décadas en encontrar siquiera una sepultura digna.

Según la cartilla se trataba de no "utilizar en exceso el pasado fratricida contra el adversario porque se corría el peligro de volver a las andadas" (¿de "provocar" una nuevo "Alzamiento"?). Desde sus alturas salomónicas, Tusell considera que el "recuerdo de la Guerra Civil se convirtió, así, en una especie de espada de Damocles (¿sobre qué cuello?), a la vez omnipresente e invisible, que reconducía hacia la moderación a tendencias que podían concluir en la confrontación". Dicho de otro modo, la izquierda tenía que romper con la República y aceptar las limitaciones democráticas y sociales de la Santa Transición, porque de persistir en sus reivindicaciones antifranquistas podría suceder lo peor. Al hacer estas cuentas, Tusell no duda en asumir una posición de "víctima"; "los perjudicados -dice- fuimos los profesionales de la Historia, al disminuir el interés apasionado de los españoles por los años 30". El pueblo -los espectadores- no tienen, pues, nada que ver con el asunto. El catedrático olvida su papel como activo protagonista en la creación de una nueva historia oficial en la que al pueblo militante -la base social de la II República- volvía a su "lugar" en los márgenes de un escenario ocupado por un "centro" bajo el cual todo cambia pero se mantiene lo fundamental: los privilegios. También la historia. Y si tienen alguna duda vean lo bien que le va a la Fundación Francisco Franco.

Asegura Tusell que "no hubo tampoco un pacto de olvido entre los historiadores", lo cual debe ser cierto, empero desde la izquierda oficial -la que aspiraba a ocupar los lugares claves de un nuevo mandarinato- se dio un verdadero volta face. Una evidencia de esto la podemos encontrar en cualquier estudio de los medias, en particular en la versión de los acontecimientos ofrecida por TVE, donde la "Transición" sería explicada en clave monárquica. A los que recordamos aquellas Historias ofrecidas por el franquismo (y firmadas a veces por monárquicos tan liberales como José Mª Pemán), nos soplaba la nuca al contemplar las producidas desde tiempos felipistas, en las que, sin abundar en las groseras deformaciones de antaño, era perceptible una nueva cuadriculación. Una línea maestra que otorga los papeles de extremismos a la Falange y a los anarquistas (sin excusar a los comunistas limitados a servidores de la política exterior de Stalin), mientras que se recuperaba un gran centro inventando entre los "moderados" de la República (que los hubieron), y del franquismo que, si los hubo, llegaron con algunas décadas de atraso.

Desde este centro paradójico, hasta el propio Tusell puede escribir artículos en El País en el que trata de matizar levemente las apreciaciones del gran "gurú" neoliberal, Jean-Francôis Revel, según las cuales, a fin de cuentas, el comunismo ha sido mucho peor en el balance de la historia que el nazismo. Con estos criterios -que son moneda común hasta entre tribunalistas del área socialista como Santos Juliá o Antonio Elorza-, cabe pensar si, también a final de cuentas, no hemos tenido que agradecer a Franco que nos salvara de algo mucho peor que la "Cruzada": el comunismo.

Por supuesto, a Tusell no le parece mal que exista "la memoria individual", y reconoce que "cada grupo social y cada opinión política tienen una memoria del pasado que, en ocasiones, puede recrearse y que, aparte de perdurar, configura el presente", pero sin embargo no nos dice nada sobre la existencia de una nueva historia con una hegemonía institucional (y mediática) asegurada. Reconocer que el "exilio es una parte de la memoria de la izquierda española es muy legítimo [siempre] que se recuerde y se haga revivir basándose en testimonios personales", pero -añade- "no es la única realidad histórica de los años 40 y considerarla como tal puede llegar a alterar el verdadero conocimiento del pasado". No creo que nadie pretenda que sea la única ni el final de la historia, que, por supuesto, es mucho más amplia. Se trata de otra cosa, a saber: que Franco no trajo la paz sino la Victoria. Y que esta resultó más cruel y prolongada que cualquier otra dictadura fascista conocida en la historia y que, por supuesto, su voluntad de exterminio y escarmiento acabaría determinando los límites -el “atado y bien atado”- de la Transición.

Por lo mismo, para Tusell decir que "España quedó convertida en un páramo intelectual tampoco sería cierto". Hombre, claro. A pesar de todo, buena parte del pueblo machacado siguió resistiendo. Debajo de las cenizas todavía quedaban las ascuas del exilio interior y, bueno, algunos “nacionales” que, tras de la derrota del Eje, comenzaron a hacer otras cuentas; en los sesenta y setenta, muchísimos de sus hijos ocuparían un espacio en la resistencia, a veces con más peso que los que habían padecido en primer grado la represión contra la todos los colores de la República.

A Tusell le ha sabido muy mal que Guerra se moviera de la foto que tanto contribuyó a fijar. Pero en su enfado se ha olvidado de argumentarnos la inexistencia de un pacto del olvido. Se desliza por diversas generalizaciones y no se olvida de recordar que es un "profesional de la historia", alguien que al parecer requiere una "calidad y precisión en los pronunciamientos", pero que, al mismo tiempo, se cuida de remarcar que lo que queda fuera de su centro fueron realidades no viables. Por ejemplo, no fueron viables la reforma agraria, ni la odisea revolucionaria, pero no por ello dejan de tener una entidad histórica, que, en el caso que nos ocupa, estaba mucho más implicada en los hechos que los presuntos centristas. Insiste en que percepciones como las de Guerra "siempre se podrá mejorar acudiendo a los especialistas", pero, ¿qué ocurre ciando pasan décadas y toda esa tremenda historia de la España transterrada se mantiene en segundo término?, ¿Qué pasa cuando, mientras a los generales se les guarda sus privilegios en las Iglesias sin alma, los que lucharon por la libertad y la igualdad siguen yaciendo en las cunetas o en las tapias de los cementerios porque sus presuntos herederos tienen miedo a desenterrarlos?

La cuestión a mi juicio es muy simple: el pacto del olvido fue respetado por el nuevo régimen, se impuso como dominante, y significó reconocer el resultado de la guerra. Salvaguardó el franquismo de la crítica histórica, en la medida en que la historia republicana entró como ahora han entrado sus banderas en los museos del Ejército, como parte de una amnistía histórica cuyos límites eran los que permitían la naturaleza del poder emergente, un poder que podía admitir que gobernara un partido socialista siempre que aplicara un programa de derechas, y que permitía unos sindicatos a condición de que no fuesen más allá de la lógica de las "negociaciones"…

El hecho de que hubieran reuniones, o papeles, es lo de menos. La cuestión es que se cumplió sencillamente para establecer una nueva historia oficial en la que el pueblo volvía a ocupar su sempiterno papel de espectador, porque, como insiste Tusell, de otra manera no habría sido viable como no lo fue, no ya la anarquía o la revolución, sino simplemente la República. Una historia que pasaría a las manos de los expertos y de los museos para dejar el escenario central a la monarquía -cuya historia contada en la tele adquiere tintes versallescos-, a las historias de la España del centro frente a los extremos, a la prensa domesticada, y a un país dominado por las almas muertas en una democracia en la que la izquierda puede llegar a gobernar, pero únicamente con la condición de no aplicar ni tan siquiera su programa más moderado. De ahí que cualquier paso que vaya más allá, por más tímido que resulte, se encuentra con una resistencia feroz (PP), o más atenuada, como la mostrada por el PSOE ante el “Plan Ibarretxe”.

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