El ejército norteamericano se cansa de la guerra de Irak

Miércoles 9 de agosto de 2006

Aislamiento creciente del presidente Georges W. Bush en el conflicto iraquí

 Anatol Lieven | Le Monde diplomatique, Junio 2006 (*)

 El estancamiento del ejército norteamericano en Irak (donde ha perdido 2500 soldados) y la ausencia de perspectivas políticas o militares suscitan un inicio de revuelta en el Pentágono y en la Agencia Central de Inteligencia (CIA) que dirigirá Michael Hasyden. Las dificultades de reclutamiento aumentan con la perspectiva de un conflicto en Irán. El grito de alarma lanzado por antiguos generales empieza a entorpecer a la Casa Blanca.

 Actualmente, el presidente George W. Bush sería más impopular que Lyndon Johnson después de la ofensiva del Têt en 1968 en Vietnam. Con toda evidencia, las declaraciones optimistas de la administración relativas a la guerra de Irak tantas veces reiteradas y de la misma forma contradichas, suscitan burlas y cólera entre numerosos norteamericanos patriotas. Como en otro momento las proclamas del mismo tipo durante durante la guerra del Vietnam.

 Si la administración del presidente Bush ha sobrevivido al huracán Katrina sin que ningún alto funcionario haya dimitido, la incompetencia y el diletantismo frente a la catástrofe marcarán de ahora en adelante la Casa Blanca. El menosprecio del que el presidente hace gala respecto del Congreso y los poderes extraconstitucionales que se arroga suscitan vivas protestas por parte de los parlamentarios demócratas, pero también de los republicanos.

 Es en el mismo seno de las instituciones del estado donde la crisis es más manifiesta. El director del gabinete del viepresidente Richard Cheney, Lewis « Scooter » Libby, ha sido inculpado después de haber intentado desacreditar al exembajador Joseph Wilson, opuesto a la guerra en Irak, revelando a periodistas próximos que su mujer, la Señora Valerie Plame, era una funcionaria clandestina de la CIA. Tal revelación constituye un crimen federal que amenaza con provocar nuevas inculpaciones, como la de Karl Rove, principal consejero político del presidente y que dimitió el 19 de abril de su puesto en la Casa Blanca. Todo lo anterior no sería más que la parte visible de una fractura que se amplía entre la Casa Blanca y la CIA, al mismo tiempo que con una parte importante de la jerarquía militar.

Los desacuerdos entre miembros de la CIA y la presidencia al respecto de la guerra de Irak son ya conocidas desde hace tiempo. En el 2004 ya, comentando el caso Wilson, The Wall Street Journal condenaba en estos términos las filtraciones provinientes de la CIA que invalidaban las alegaciones del presidente: « [La administración Bush] debe hacer frente a dos insurrecciones: una en Irak y la otra en el seno de la CIA . » Pasados algunos años, responsables de la agencia y de los órganos de seguridad denuncian una manipulación presidencial para llevar a los Estados Unidos a la guerra. Paul Pillar, antiguo responsable de la CIA para el Próximo Oriente y Asia del Sur, autor de un informe pesimista sobre Irak hecho público por una filtración en el 2004, ha afirmado recientemente, por ejemplo, que la administración había lanzado : « una campaña organizada de manipulación » para comenzar las hostilidades.

 Era para poner fin a la disidencia e imponer un control político severo por lo que Bush había situado a Potter Goss a la cabeza de la CIA en el 2004. La desmoralización y las disensiones que sacuden la agencia de información dieron cuenta de él y provocaron su salida forzosa. Durante sus dos años en funciones, decenas de responsables y analistas han dimitido, especialmente en el servicio encargado de las operaciones clandestinas.

 El malestar en el seno del ejército ha estallado también al mismo tiempo. Varios prestigiosos generales retirados, la opinión de los cuales es claramente compartida por un gran número de militares en activo, han denunciado públicamente al Secretario de Estado para la Defensa, Donald Rumsfeld, y su gestión de la guerra en Irak. Estos ataques sin precedente están en parte motivados por la oposición de los militares a una eventual ofensiva contra Irán, cuyas consecuencias para los EEUU y para el ejército americano temen. Las informaciones transmitidas desde el interior a periodistas como Seymour Hersh del New Yorker, testimonian la voluntad de numerosos oficiales de prevenir un nuevo conflicto.

 Los militares estiman, efectivamente, que un ataque norteamericano contra emplazamientos nucleares iraníes supondría el riesgo de desencadenar una espiral de enfrentamientos y de represalias, capaz de arrastrar a una conflagración de envergadura. No rechazan sólo los daños sufridos por las fuerzas americanas, sino igualmente la perspectiva de otra guerra mayor que obligaría a los EEUU a restablecer el reclutamiento forzoso. Pues la experiencia del Vietnam enseña que un ejército de reclutas es más propicio al resentimiento y a la desmoralización. Protestas masivas en suelo americano contra las aventuras internacionales de Washington podrían pues precipitar el fin del « Imperio Americano » en el Oriente Próximo.

 El presidente de los EEUU ha subestimado la capacidad de instituciones como el ejército y las agencias de información para oponerse a la política de la Casa Blanca, no mediante una revuelta abierta, sino mediante un flujo regular de dimisiones y de filtraciones- táctica que los esfuerzos torpes de Goss para restablecer la « disciplina » no han hecho sino animar. Estas « armas », a las cuales estas instituciones conservadoras han recurrido a menudo contra gobiernos demócratas, se han vuelto hoy contra un equipo que no ha cesado de poner por delante su prioridad securitaria. Y, paradójicamente, es a causa de que la administración gobernante ha animado a la población a venerar al ejército que las voces disidentes salidas de esta institución, aunque sean las de generales retirados, son difíciles de acallar mediante difamaciones y calumnias.

Para la democracia, la intervención política del ejército y de las agencias de información no son a priori tranquilizadoras. Pero si estas fuerzas representan la oposición más eficaz al poder, es por motivo de una doble incapacidad: la del Congreso para ejercer sus funciones constitucionales de supervisión y de control, y la del Partido Demócrata para oponerse a la Casa Blanca en cuestiones de defensa y de política exterior. Una eventual victoria de los demócratas en las elecciones legislativas de noviembre del 2006 los impulsaría a hacer pagar el fiasco iraquí a la administración Bush, y a lanzar una serie de iniciativas parlamentarias buscando inculpaciones y responsabilidades en las altas esferas. Sin embargo, el comportamiento de los EEUU en el mundo no se vería forzosamente afectado por lo anterior.

Pasividad del Partido Demócrata

Es cierto que determinados responsables demócratas desean un mayor pragmatismo y contención de los que ha mostrado el gobierno Bush. Sin embargo, estos dirigentes no cuestionan en lo fundamental el enfoque de la política norteamericana respecto del resto del mundo. Al igual que la de los republicanos, la dirección demócrata fue parte activa de los órganos de seguridad que lo desarrollaron, en particular, con Harry Truman (1945-1953), y después con John Fitzgerald Kennedy y Johnson (1961-1969).

La versión de la hegemonía global que defendía el presidente William Clinton era menos ofensiva de la de los republicanos. Prefería alianzas encabezadas por un líder norteamericano a las decisiones unilaterales. Pero tenía la misma ambición. Puesto que los dos principales partidos comparten la visión de un nacionalismo « excepcionalista » para el cual la « naturaleza bienhechora » del poder norteamericano y la legitimidad de su posición dominante constituyen artículos de fe apenas discutibles.

La proximidad entre los dos partidos es particularmente grande donde las cosas son más graves, a saber, sobre la cuestión del Oriente Próximo. Como Clinton demostró, demócratas y republicanos quieren garantizar la hegemonía norteamericana en la región, por la vía de la supremacía de Israel, aunque un tal objetivo aumente la probabilidad de guerras repetidas. Los dos partidos rechazan también todo compromiso con los estados que han calificado de « canallas » .

Se reprocha a menudo, justamente, al gobierno Bush haber rechazado en dos ocasiones, en 2001 y en 2003, la proposición iraní de abrir negociaciones globales. Pero ya la administración Clinton no había sabido aprovechar la elección del reformista Mohammad Khatami para la presidencia de la República Islámica de Irán, en 1997, para reanudar negociaciones directas. Tampoco fue capaz de imponer un acuerdo de paz entre Israel y Siria. Y hoy, el discurso sobre Irán de senadores demócratas como Hillary Clinton y Evan Bayh no difiere mucho en el fondo del de la Casa Blanca.

Igualmente influidos por el lobby israelí, los dos partidos han dado muestra de la misma falta de voluntad para conducir una acción resuelta para poner fin al conflicto árabe-israelí. Lejos de animar a la presente administración a esforzarse en favor de la paz, los responsables demócratas, entre ellos la Sra. Clinton y Nancy Pelosi, intentan desbordar a Bush mostrándose aun más incondicionalmente proisraelíes que él.

Clinton pasó siete años dilapidando los logros del proceso de Oslo, y no se embarcó seriamente en la búsqueda de un reglamento más que al final de su segundo mandato, cuando era ya demasiado tarde para poder tener éxito. Por su lado, Bush no parece lejos de aceptar un « reglamento » israelí unilateral, inaceptable para los palestinos, el mundo musulman y la mayoría de los estados europeos.

Si bien son cada vez más numerosos los demócratas que reclaman una retirada anticipada del Irak la fuerza de sus peticiones se ve singularmente amortiguada por su incapacidad para proponer una estrategia diferente a al de Bush para el conjunto del Oriente Próximo. En otras partes del mundo, la política que preconizan no es menos ambiciosa que la de la Casa Blanca, sobre todo cuando se trata de hacer frente a Rusia en la esfera de influencia de la ex-Unión Soviética

Si decide atacar a Irán, el presidente Bush puede esperar, en resumidas cuentas, que muchos americanos y algunos dirigentes demócratas suscribirán su decisión, mientras que otros demócratas se mostrarán ambiguos, silenciosos o simplemente oportunistas. Una ofensiva semejante puede entonces presentarse a los ojos de los republicanos como una buena medida en el terreno interno.

 No obstante, numerosos militares se proponen impedir el nuevo conflicto. Su resistencia no ha encontrado aun expresión política. El campode los « realistas » incluye un número de personalidades públicas, pero se trata sober todo de gente universitaria o de responsables políticos retirados, como Brent Scowcroft (consejero de seguridad de los presidentes Gerald Fort y George Herbert Walker Bush), Gary Hart (que fue candidato a la investidura demócrata en las elecciones presidenciales de 1984 y de 1988) y Zbigniew Brzezinski (consejero de seguridad del presidente Carter entre 1977 y 1981). Estas personas no encuentran sin embargo apoyos suficientes en el seno de los dos principales partidos.

 (*) Traducido del francés por Miquel Garcia

 

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