La Transición: ese puente de espinas que nos ha traído hasta aquí

Martes 23 de enero de 2007

Pau Gomis

Tras la descomposición que supuso la guerra y la posguerra, para el movimiento obrero en el estado español, los años 60 supusieron un impulso para la recomposición de la clase obrera. Debido, en parte, a los Planes de Desarrollo y al Plan de Estabilización de 1959 y también por la gran cantidad de flujos migratorios, tanto del campo a la ciudad como de otras regiones de España a zonas industrializadas, o con una industrialización incipiente. Catalunya y Euzkadi son comunidades receptoras y en ellas se crean los primeros cinturones industriales, alrededor de las grandes ciudades, donde viven los obreros emigrados en unas condiciones muy precarias.

Se abre un proceso de industrialización, también debido a la entrada de capital extranjero, que supondría la modernización del aparato productivo, entrando en la cadena fordista mundial, y de las formas de explotación, lo que daría pie al surgimiento de una nueva clase obrera, ya que en los primeros años de la dictadura franquista se rompió el hilo rojo de la tradición de lucha, por la represión.

Así en la primera mitad de los años 60 se suceden las huelgas obreras y los conflictos sociales con carácter espontáneo, generando una práctica organizativa autónoma y asamblearia basada en la acción directa. La comisión obrera representativa, elegida y revocable era la forma elemental de expresión de esta nueva clase obrera que no arrastraba el lastre de los sindicatos reformistas. Fue en la mina La Camocha (Gijón 1962) donde la comisión obrera se consolidó como organización de base, pero el PCE, que era la organización política mejor estructurada en la clandestinidad, orientaría su estrategia en convertir esa expresión del deseo de autorganizarse de la clase trabajadora en un aparato burocrático-sindical, Comisiones Obreras, que sirviera de correa de transmisión de las consignas del partido.

Fue en la segunda mitad de la década de los 60, cuando CCOO deciden presentarse a las elecciones para enlaces sindicales del sindicato vertical, CNS, siguiendo la estrategia del PCE, que veía en ello un signo de debilidad de la dictadura. Participa en las elecciones de 1966 y en 1967 son encarcelados los dirigentes que se habían presentado como miembros de CCOO. Una nueva derrota, frente a una dictadura incapaz de poner en marcha ningún mecanismo de integración de la conflictividad laboral.

A finales de los 60 ya se vislumbraban las divergencias entre las tendencias asamblearias y autónomas, y las formaciones político-sindicales.

Con la penetración, cada vez mayor, del capital extranjero y las nuevas formas de producción y de organización del trabajo, quedaba al descubierto la incapacidad de la dictadura, tanto para hacer frente a la ascensión del movimiento obrero, como para integrar a España en el circuito capitalista internacional. Era necesario un consenso productivo y una nueva legitimización de la explotación de las fuerzas de trabajo. Los sectores más reformistas de la dictadura (Suárez, Martín Villa, Juan Carlos ...) y de la oposición se pusieron manos a la obra para conseguir una transición democrática que pusiera fin a la conflictividad y los enfrentamientos sociales y restableciera unas condiciones óptimas para seguir acumulando capital.

La tan cacareada transición fue eso, una transición económica pactada por los reformistas y elementos de la dictadura para legitimar políticamente este nuevo orden productivo. Fundamental el papel de CCOO y del PCE-PSUC, ejerciendo de verdaderos apagafuegos. Su posición varió de tal modo que de plantear la Huelga General, que debía derrocar la dictadura, con el movimiento obrero a la cabeza, pasó a defender la Huelga Nacional, con la creación de entidades interclasistas como la Junta Democrática o la Assemblea de Catalunya. Pero no se quedaron aquí ya que siguieron rebajando principios, de la Ruptura Democrática a la Reforma Democrática, para dejarlo al final en una Reforma Pactada.

El movimiento obrero debía ser acotado y reconducido por las organizaciones político-sindicales (CCOO y una incipiente UGT), para reducir la enorme conflictividad laboral que entorpecía el desarrollo capitalista, y al mismo tiempo rebajar las pretensiones políticas, ya que la clase obrera tenía muy claro cual era el único marco político capaz de satisfacer sus necesidades y terminar con la explotación.

El PCE renuncia, no sólo, a la lucha de clases y la revolución socialista, sino que incluso reniega de la República.

Así sin desmantelar el aparato represivo-militar de la dictadura, y de las organizaciones fascistas, sin juzgar a los asesinos y represores, sin desbaratar y depurar el poder administrativo y funcionarial, sin invertir un ápice el orden económico, sin devolución del patrimonio usurpado a los trabajadores, sin restituir los perjuicios sufridos por gran parte de la población, sin despojar a la Iglesia de su poder, sin reforma agraria, sin derechos de los pueblos ... se llega tras la muerte natural de Franco, SIN MEMORIA y SIN JUSTICIA, a pactar con los sectores reformistas del Movimiento Nacional y el aparato burocrático de la dictadura . Eso si, tras múltiples llamamientos, que hacían CCOO y el PCE, a la calma y a la responsabilidad, y a no responder a las provocaciones, en todas y cada una de las movilizaciones de masas que podían adquirir un carácter revolucionario.

Es entonces cuando los partidos reformistas, el PCE al frente, dicen aquello: “Váyanse a sus casas y dejen hacer a los políticos, que esto es muy complicado”.

Unos hechos muy significativos marcan la desintegración, tanto física como organizativa, del movimiento obrero: Uno es la matanza de Vitoria en 1976, una represión desmedida contra la práctica consejista y autónoma que escapaba del control de los sindicatos y podía suponer una seria amenaza para los planes de implantación del capital. Y dos, el montaje policial contra la CNT con el caso Scala en 1978, ya que había que impedir a toda costa la recomposición de la CNT, era también un elemento molesto, que debía ser eliminado para despojar al movimiento de cualquier connotación revolucionaria. Y en medio, la aprobación de los Pactos de la Moncloa (octubre de 1977) ), firmados por todos los partidos presentes en el primer parlamento de la monarquía, todo un ejemplo de pacto social en lo político y en lo económico, sentando las bases necesarias para restablecer unas condiciones favorables para la acumulación de capital.

El resultado de las elecciones de 1977, con el pucherazo de la Unión de Centro Democrático, y la aprobación de la constitución en 1978, salvan el escollo institucional para la restructuración del sistema productivo, afectado por causas externas (crisis del petróleo) e internas (las luchas reivindicativas), e integrarlo en la rueda capitalista transnacional, siendo uno de sus hitos la integración de España en la CEE en 1986.

Tras los Pactos de la Moncloa, el siguiente paso son las modificaciones legislativas en el mercado laboral para garantizar la paz social. Iniciándose un proceso de desregularización del trabajo (facilidad para despedir, flexibilidad laboral, ...) lo que incrementa el desempleo de forma vertiginosa.

El primer plan de reconversión industrial, elaborado por el gobierno de UCD, afecta entre 1979 y 1981 a más de medio millón de trabajadores. El estado juega un papel importante, muy keynesiano, ya que se dedica a sufragar con fondos públicos la modernización y saneamiento de empresas privadas, en detrimento de los servicios públicos y aumentando el endeudamiento estatal. El papel de los sindicatos (CCOO y UGT), también es importante para los objetivos del capital: la política de concertación. Se traduce en continuos llamamientos a la solidaridad y la responsabilidad frente a la crisis, y se plasman en una serie de pactos: Acuerdo Marco Interconfederal en 1980, Acuerdo Nacional de Empleo 1981-1982, Acuerdo Interconfederal 1983, Acuerdo Económico y Social 1984, y siempre se sustentan en el sacrificio de los trabajadores, bien sea por la pérdida de poder adquisitivo o por el recorte de derechos laborales, para el bien común de la economía nacional.

Como consecuencia, entre 1982 y 1986, se destruyeron 119.000 empleos, pero se redujeron los costes empresariales, y también disminuye ostensiblemente la conflictividad laboral mientras los sindicatos aseguran su posición de gestores de la fuerza de trabajo. La intentona golpista de 1981 sirve para cerrar filas en torno al sistema, y el peligro de involución se convierte en amenaza-chantaje, otra vez la política del miedo, para la clase trabajadora, de cara a futuras movilizaciones que pudieran crear expectativas más allá de lo “razonable”. El desgaste que supone la reestructuración económica y la reconversión industrial para el gobierno centrista hace evidente un relevo. Así en 1982 entra el gobierno socialista de Felipe González para terminar el trabajo empezado por Suárez y la UCD. Nada mejor que un gobierno de “izquierdas” para desmovilizar y desarticular el movimiento obrero.

Surgen las primeras escisiones en los sindicatos mayoritarios y se protagonizan luchas con carácter marcadamente radical en contra de la reconversión (Euskalduna, Naval de Gijón, Astilleros de Cádiz …) ahogadas tanto por la política de indemnizaciones y pre-jubilaciones, como por la represión sistemática y calculada. Tras la entrada en la Comunidad Económica Europea en 1986 España pasa a ser uno de los principales beneficiarios de los Fondos de Cohesión Europea, destinados a incentivar el desarrollo en regiones económicamente desfavorecidas, y con ello se aprovecha para desmantelar dos focos permanentes de movilización, el Sindicato de Obreros del Campo (SOC) en Andalucía y el sector de la minería asturiana. Sigue paralelamente el declive de las industrias del acero, que finalizaría con el cierre de los altos hornos de Sagunto y Baracaldo, y la privatización de empresas públicas, debidamente saneadas con los fondos del estado (la administración siempre vende barato y compra muy caro) como Telefónica, Repsol, Enher, Tabacalera … Actualmente y como consecuencia de todo el proceso narrado la situación no ha mejorado mucho para los trabajadores, pero, eso si, nos hemos adaptado al nuevo orden productivo mundial.

La tendencia a las privatizaciones persiste, pero ya no de empresas, sino de bienes y servicios públicos. La excusa es la competitividad y la eficiencia. Cada vez son más las empresas públicas con gestión privada, como el modelo sanitario en Catalunya, cambiando los gerentes según el gobierno de turno. Cuando a los usuarios de servicios públicos poco les importa de quién sea el capital, lo realmente importante es que la gestión pueda ser pública, a través de asociaciones de usuarios, técnicos, sindicatos, asociaciones de vecinos, instituciones... La deslocalización y la emigración de capitales están a la orden del día. Las transnacionales instaladas en el estado español cierran factorías continuamente, desmantelando el tejido industrial, trasladándose a lugares donde se puedan reducir los costes de producción, a costa de la fuerza de trabajo. Los sindicatos mayoritarios actúan como gestores del capital negociando los cierres, despidos y prejubilaciones, lo que representa un negocio harto lucrativo para seguir retroalimentándose, con los cánones por negociación. Paralelamente siguen su ofensiva, en connivencia con la patronal y el gobierno, recortando los derechos laborales de los trabajadores mediante las sucesivas modificaciones del Estatuto de los Trabajadores y las Reformas Laborales. La precariedad de derechos hace que se pierda el control, total y absolutamente, sobre la vida laboral, tanto a la hora de firmar un contrato, mientras se está trabajando o a la hora de extinguirlo. Esto se traduce en una precariedad social y existencial por parte de las fuerzas productivas, mientras el capital vive sus horas doradas, ya que nunca antes el trabajo había sido tan flexible, móvil y precario. Con esto se da una paradoja que no se había dado anteriormente: Ni el crecimiento económico garantiza la creación de puestos de trabajo, ni el empleo es garantía de renta suficiente.

Y a todo esto habría que añadir una pérdida de la calidad de la democracia, acompañada por una merma considerable de los derechos democráticos. El sistema cierra filas en torno a la constitución, y fuera de ella no existe nada, dándole una legitimidad que, sin duda, no tiene, dado el momento histórico-político y las circunstancias en que fue aprobada. Se aplica continuamente la política del miedo, ante cualquier tipo de amenaza, como la terrorista. El pensamiento crítico es perseguido y criminalizado, mientras se multiplican los instrumentos de control y los medios de manipulación informativa.

Un largo trayecto desde la noche oscura de la dictadura, para llegar hasta aquí. “Surgiendo de la nada, estamos alcanzando las cotas más altas de la miseria”, como diría aquel pariente de Carlos Marx tan gracioso.


 

Publicado en Revolta Global:

http://revoltaglobal.cat/article768.html

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