El “Pacto de silencio” de la Transición

Domingo 4 de febrero de 2007

Pepe Gutiérrez-Álvarez / Kaos en la Red

Con la defachatez que le caracteriza, el historiador oficialista Santos Juliá, ha tenido a bien reseñar que la reivindicación de la “memoria” no es cosa de ahora sino que ya se había planteado tiempo atrás. Justamente, formaba parte de la lucha por la verdad en contra de la historial oficial que el franquismo había impuesto. El asunto no es pues que dicha reivindicación no existiera, sino que fue archivada en aras de una nueva historia oficial. 

La “política del olvido” comenzó con el decreto de amnesia general que impusieron, sin necesidad de promulgarlo ni de argumentarlo en un papel, las cúpulas de los partidos mayoritarios al inicio de la Transición, en algo así como un añadido a los Pactos de la Moncloa. En este acuerdo, el peor papel le correspondió al PCE lo que vale decir a su secretario general por la lógica estaliniana según la cual la base deposita la confianza en su Comité Central, éste en su Buró y el Buró en su Secretario General indiscutido, alguien cuyo oficio primordial es manipular. Quien tenga memoria recordará como Carrillo reclamó “todo el poder” en el IX Congreso, un poder sin control por el que llevó a cabo todo el proceso de adaptación al proyecto que encanaba Adolfo Suárez, y por el cual impuso una contención total a la respuesta por la matanza de la Moncloa, el descarte de la República, los citados pactos, la Constitución, y todo lo que acabó desactivando el extenso movimiento que acabó desbordando la “Reforma Pactada”.

Se ha tratado de justificar esta actuación recordando que a veces había que saber dar un paso atrás, y la seria amenaza de un golpe militar (que hubiera significado un paso atrás hacia el franquismo “duro”, que aunque condenado al fracaso posiblemente se habría llevado mucha gente por delante) no era una razón cualquiera. Pero, aceptando que fuese así, esto no justifica semejante grado de desactivación. En el socialismo cuando se habla de recular es para –siguiendo la expresión francesa- saltar luego mejor, y sí lo que se trata de “evitar males mayores”, esto no puede significar tirar por tierra lo que había costado el trabajo de varias generaciones bajo un golpe de Estado permanente. De hecho, hubo una adaptación del aparato político profesional a este esquema de contención, y la evocación al peligro golpista se utilizó tanto para obligar a los sindicalistas renuentes a firmar los Pactos de la Moncloa (que marcan el inicio de un retroceso incontenible del movimiento obrero), para dar por buena esa Constitución que tanto aprecia el PP y su misma Majestad. El éxito de esta advertencia –con todo lo que significa en este país de países-  fue tal que hasta Felipe la utilizó sin reparos en aquel “tour de force” mediático que acabó imponiendo el “Sí” a la OTAN. 

No hay otra explicación del hecho de que un viejo zorro estaliniano como Carrillo haya sido y sea tan valorado por los grandes medios y los más destacados próceres del nuevo régimen, que le han rendido pleitesía una y otra vez, sobre todo alguien como Martin Villa, tan representativo del antiguo régimen como de actual, un hombre con sentido de Estado que reconoce la misma virtud en Santiago Carrillo, representante de una ideología que el actual magnate no duda en equiparar con la fascista en una equivalencia que le libera de su pasado. Carrillo dominaba el partido desde los tiempos gloriosos de fervor estaliniano, y formaba parte de una historia sórdida sobre la cual un comunista como Gregorio Morán da cumplida cuenta en una obra de investigación cuyos críticos prefieren ignorar (1). Carrillo encarnaba como poco esa escuela de falsificación estaliniana que resistió hasta el “explosión” del XX Congreso del PCUS, y que luego se fue ajustando. Pero además, este verdadero “compromiso histórico” tenía lugar en un momento en el que la descomposición de la burocracia mal llamada soviética entraba en una fase acelerada de descomposición, al final de la cual la mayoría de un partido tan importante en la “evolución eurocomunista” como el PCI, acabaría tirando por la borda su pasado, tanto el agua sucia mostrada por la sórdida implicación de Togliatti-Longo en el la “guerra sucia” contra el trotskismo y otras disidencias como al niño, incluyendo la cultura de la Resistencia, en un capítulo que hay que tener muy en cuenta para comprender lo sucedido en los últimos tiempos en Italia (2).

El principal beneficiario de esta desactivación-descomposición fue el PSOE (re)creado en Suresnes que no tuvo ninguna dificultad en pasar del verbalismo socialista al discurso de una modernidad sin memoria, tanto era así que Felipe abominó hasta de las hemerotecas recientes, incluyendo hasta sus propios discursos en el momento de la moción de censura contra Suárez, cuando todavía era “marxista”. El pasado pasó a ser algo tan distante como la Iglesia primitiva para el Vaticano. Su principal referente pasaba a ser la Europa socialdemócrata, pero ni tan siquiera...En el ámbito nacional sus glorias quedaban para un pasado de antes de la guerra, en una lejanía suficientemente remota y prestigiosa
- Pablo Iglesias y los 100 años de honradez-, que se cuidaba para sacar a pasear lo días de fiesta, como aquel Primero de Mayo que Felipe dejó de ir a la manifestación obrera para depositar unas flores en la tumba de Pablo Iglesias, convertido en un mito cuyas ideas eran tan valiosas como inaplicables. En este terreno, el socialismo catalán mostró una maestría difícilmente superable. Se arropó de una tradición socialista que llegaba hasta Narcís Monturiol para llegar hasta Francecs Layret, y hasta al mismísimo Andreu Nin al final de un largo etcétera cuya principal virtud radicaba en que le servía como un título de nobleza antiguo que les servía de coartada, y que no les obligaba a nada (3). 

La historia socialista, tan brillante como anacrónica, aparecía como un refuerzo obligado de esa modernidad que les liberaba de las duras historias de la guerra (con páginas tan conflictivas como la división Caballero-Prieto, la insurrección proletaria de Asturias, la complicidad con el estalinismo de Álvarez del Vayo, Nelken, y sobre todo de Negrín) y con una postguerra sobre la que no tenían mucho que contar, y al final de la cual aparecían con la toda la irrelevancia de su bisoñez militante. El PSOE aparecía como una superación de los viejos traumas. Según Solé Tura como una superación del trágico conflicto entre comunismo y anticomunismo. Era además, la única izquierda posible, la única factible para optar por una alternancia siguiendo el diseño bipartidista que combinaba el esquema canovista (el canon del PP), con el modelo anglosajón. En la medida en que el cambio fue de clase política, el PSOE pasó a ser sin dificultad la casa común de toda la izquierda que, fuera por desengaño o por cinismo, acabaría aceptando el planteamiento de que fuera de las instituciones no existía más vida política que la de limbo de los idealistas y los irreductibles. 

Para los “aperturistas” del Movimiento, y no digamos para todos aquellos que (como describía “El Roto” en una de sus más geniales viñetas) habían victoreado a Franco...con victores de protesta”, el pacto les llegaba como agua bendita. En este sentido recuerdo la respuesta de la que fue mano derecha de Carrillo, Pilar Bravo, una excomunista convertida en alto cargo, y que a la pregunta sobre el ascenso de un conocido torturador, respondió que la democracia nos hacía iguales a todos al margen de donde procedíamos. La derecha puede ser muchas cosas pero no estúpida, y para ellos aquel pacto les servía para entrar en la democracia por la puerta grande. El presente sepultaba el pasado de los Fraga, Martin Villa, Suárez, y por supuesto el de su majestad, sobre todo después de que el 23-F acabara dejando las cosas en su sitio, deshaciendo todo lo que se había desbordado por abajo. Desde entonces, la historia del antifranquismo pasaba al trastero, y se pasaba a escribir una nueva historia oficial siguiendo el modelo que siguió a la noche de Tejero-Milans del Bosch y Cia. Según estas cuentas, su Majestad nos salvó de una posible “pinochetada”, y por lo tanto, pasó a ser el rey de los republicanos amén de una garantía contra cualquier “exceso”...por la izquierda

Esta victoria del postfranquismo se vio ciertamente acrecentada con la restauración neoconservadora a la que se apunta con pleno entusiasmo. Solamente los franquistas más impresentables quedan un paso fuera de este encuentro que se verá reforzado por la integración de antiguos liberales e izquierdistas ahora arrodillados ante la Escuela de Chicago, un terreno por lo demás en los que se establecen puentes con el PSOE, e incluso con numerosos “gestores” que han hecho su carrera en el PCE-PSUC y luego en IU y no digamos en IC-EV (donde no se concibe que haya vida fuera de las instituciones), y que, bien instalados, han renunciado a dar cualquier batalla, cuando no conciben la historia como una suerte de blasón. 

Por este camino se impone una historia que será la que se ofrecerá desde todos los medios dominantes, fuera de los cuales solo quedan las almas perdidas del purgatorio de la izquierda testimonial que acabará casi totalmente disuelta a principios de los noventa. Se trata de un comportamiento colectivo que algunos han comparado con el síndrome de Korsakov en los individuos, un comportamiento que, por una parte, produce la implosión del registro de los acontecimientos sufridos, de la barbarie franquista, pero que impide su fijación por cuanto evoca en el pasado y amenaza el presente. Se crea un clima de miedo al pasado que bloquea la posible rememoración de todo lo acontecido, incluyendo la “crónica negra” de la Transición, y se ofrece un imaginario según el cual todo comienza –ya felizmente- con las libertades, y una normalización que hace que la multiplicación de los beneficios resulte algo respetable, y cualquier movilización social, una forma de desestabilizar el sistema. Una mentalidad que expresaba perfectamente el Felipe presidente cuando declaró ante una huelga que “no se dejaría presionar”, ¡como si estuviese gobernando en el limbo de los justos! 

Se puede hablar pues de una ablación de la memoria, del olvido que haría posible la adaptación del franquismo a la legalidad democrática. Y se explica como la única vía posible, tanto es así que ahora más que nunca su élite económica y su clase política aparecen salvaguarda de reproches y críticas por sus villanías pasadas y presentes (el Martin Villa de ayer y de hoy resulta un buen símbolo). Se trata de una lógica que ha blindado durante décadas a los banqueros de Franco de nadie que señale sus logros, su botín y sus desmanes. La eficacia del tratamiento fue tal que cuando se empezó a hablar de comisiones de la verdad y de juicios contra los responsables de las dictaduras en Chile, Argentina o Uruguay, los que se oponían en nombre de la “superación democrática” pudieron esgrimir sonora advertencias no ya de Fraga Iribarne o Roca Junyet, sino también del “Socialista” Felipe González, todas ellas en nombre de un modelo de Transición presentado como un ideal, como un modelo a exportar.

Con esta mentalidad triunfante se explica que aquí ni tan siquiera hubo lugar para una modesta Comisión de la Verdad como en Sudáfrica, y los colaboradores de Franco, ni tan siquiera han necesitado pedir excusas y justificarse, más bien lo contrario. Desde esta lógica, el actual ministro del Ejército ha podido evocar las páginas oscuras de Carrillo (es de suponer que en la historia del PCE), al tiempo que se deshacía en declaraciones de vanagloria sobre aquel ejército que ocupó a sangre y fuego su propio país, el mismo que en 1986 logro el prólogo del antecesor socialista de Bono en la época, Narcís Serra, para un libro de historia militar en la que se exaltaba al general Franco, lo cual no dejaba de resultar coherente para un admirador del alcalde franquista Porciones, o con un “irresistible ascenso” en unos medios bancarios que nunca como hasta ahora habían gozado de tanta legitimación.

Esta es una demostración entre mil de que, además, el pacto funcionó hacia la izquierda transformadora, pero hacia la derecha. Evidentemente, el franquismo puro y duro también pasó a la trastienda, aunque en condiciones francamente privilegiadas, la Fundación Franco pudo seguir haciendo de las suyas gracias al erario público, y nadie ha podido ver por aquí ninguna estatua descabezada como aquella memorable de Stalin de 1956, que tan rotundamente expresada el sentir del pueblo húngaro. Ahí siguen el Valles de los Caídos erigido con mano de obra esclava compuesta por republicanos sobre los que “historiadores” como Ricardo de la Cierva puede decir impunemente que “había tiros” por de privilegio de trabajar en sus obras porque se expiaban penas. Pero quizás no sea esto lo peor ya que al fin de cuenta es lo propio de la condición fascista, y que peor sea todavía ese atracción por el “justo medio” expresado por algunos historiadores del área institucional-socialista que no dudan en afirmar que en ambos lados hubieron buenos y malos, un reino de equivalencias en el que se mueven gente antiguos izquierdistas arrepentidos como Antonio Muñoz Molina o Andrés Trapiello. 

Nuestros medios de comunicación han jugado un papel de primer orden en toda esta trama. Baste señalar que en 1981 y con unos pocos días de diferencia, El País mandaba en una de sus editoriales a Lenin a los infiernos para luego arrodillarse ante el milagro de Fátima. Con esta medida, a la autocracia franquista se la llamaría el “régimen anterior”, cuando no, el “antiguo régimen”, como si aquí hubiéramos gozado de un 1789. El compromiso político de los altos dignatarios del régimen se registra con formulas como “su carrera en el régimen anterior” o bien se escamotea porque todo el mundo lo sabe (según respuestas de los redactores de un perfil de Fraga en una propaganda del PP), y así, hasta crear todo un formulario en el que también se atenúa las militancias antifranquistas, sobre todo cuando son ciertas, y no digamos, si además se prolongaron al inicio de la Transición. Así por ejemplo, en el sentido obituario que el españolista Jon Juaristi dedicó a Luciano Rincón alias Luis Ramírez saltaba de su fase antifranquista a su fase más concentrada contra ETA, dejando en la nada su continuada colaboración con la LCR así como sus artículos y libros en los que denunciaba el presunto consenso de la Transición, y eso que entonces Juaristi todavía no se había arrodillado ante Aznar. 

En la nueva historia oficial la lucha antifranquista ocupa un lugar totalmente subalterno, y cuando resulta inexcusable, se enfoca como un preludio al espíritu pactista. Por supuesto, la odisea de la reconstrucción del movimiento obrero y popular, las luchas huelguísticas, universitarias y callejeras, se establecen como muestras difusas del rechazo al “autoritarismo” del “antiguo régimen” (4), jamás como batallas por espacios de libertad y por una dinámica de conquistas sociales que acabaron convenciendo a los patronos que más le valía cambiar sus complicidades. En esta historia banalizada hasta lo grotesco en aquella inefable serie de TV de la señora Victoria Prego (5), adquiere mucha más importancia anécdotas como la de la peluca de Carrillo, el “feeling” entre el monarca y Suárez, la chaqueta de pana de Felpe González, el “ya soc aquí” de Tarradellas, aunque en ocasiones la realidad también aparece como cuando el entonces presidente de la CEOE, el siniestro Ferret Sala arengaba a los suyos, y lanzaba la advertencia de qué con tanta huelga se estaba “provocando de nuevo una guerra civil”...

Al tiempo que se repiten las anécdotas se fueron estableciendo unos criterios según los cales, quiera que no el franquismo comportó una modernización, y que en su seno fueron consolidándose una generación de “liberales reprimidos” (así se definió en frase célebre el ministro de Franco, López Bravo), y de ahí no hay más que un paso para establecer la ecuación “centrista” según la cual, entre la derecha que no quería ir demasiado lejos y la izquierda que se pasaba, se impuso el punto de encuentro gracias al “savoir faire” de Juan Carlos I. En la medida en que la el antifranquismo perdía representación, se fue imponiendo desde los medios más cercanos a la población como la radio y la TV –no en las obras de investigación, pero sí en los libros que aparecen en los escaparates (6)-, se fue imponiendo otra vuelta a la tuerca según la cual la libertad fue posible ante todo porque el franquismo facilitó la creación de una ”clase media”, y por la lenta acción reformadora desde el interior del régimen, que eso sí, con la ayuda de la oposición más razonable. La oposición no razonable era la encarnada por aquellos jóvenes radicales a los que Muñoz Molina describe en asambleas demenciales y con el coco comido por las lecturas de Lenin, Mao y otros “sátrapas”.

Del sepultaImiento de la memoria popular se pasó pues a la pura suplantación, ni todo el PCF en su conjunto podía compararse con las proezas democráticas, no ya de Suárez, sino de un Fraga o un Torcuato Fernández Miranda. No hay más tomar nota de las sinceras declaraciones del primero para el Corriere de la Sera, o la obra del segundo Lo que el Rey me ha pedido, que más bien parece un capítulo del rey Arturo, al decir de Harold Bloom, el mejor de los reyes porque nunca existió. En todo esto prima una realidad de fondo, la que ha hecho que la derecha (y todo los poderes que en ella convergen), si bien ha mutado su discurso, no ha dejado de movilizarse, y de crear influencia y opinión mientras que la izquierda se ha instalado, ha desactivado su capital político en una lógica vacía, la misma que presidía el pensamiento de Craxi cuando le preguntaron sobre qué era el socialismo, y a lo que respondió: “.Es...lo que hacen los socialistas”. 

Se me dirá que no es poco que la pesadilla de la dictadura se haya olvidado, y que a nadie se le prohíbe las ideas, etc. Es verdad. Sin embargo, aquí cabe un matiz muy importante, por ejemplo con el derecho de huelga. Antes era un derecho a conquistar, pero lo cierto es que en el tardofranquismo las huelgas se hicieron incontenibles, y estaban atizadas en no poca medida por la existencia del propio régimen –que detenía a los lideres sindicales-, pero también por mejoras sociales. En los últimos años de dictadura, la clase trabajadora avanzó hasta el extremo que el despido se hizo inviable en muchas zonas industriales. Ahora ese derecho está consagrado por la constitución, pero no se práctica, y no es –precisamente- por falta de motivos. Algo como los despidos de Seat habrían sido inconcebibles incluso cuando Franco inauguraba pantanos, sin embargo,, ahora tales despidos son justificado como un mal menor. Una lógica –esta del mal menor- que de haber funcionado bajo el franquismo nos habría llevado a consolarnos pensando que mucho peor fueron los 60, los 50, y no digamos los años 40, cuando todavía fusilaban a la gente. 

En todo esto subyace una lucha de un alcance enorme. Esta nueva historia oficial cortada a la medida de la monarquía constitucional (pero menos, el rey marca unos límites), es como un tributo para que la barbarie no vuelva a resurgir, para que no tengamos otros salvapatrias sueltos. Una medida que marcan ellos, la medida de la UCD que tuvo que aplicar el PSOE, la medida del PSOE que tuvo que respetar el PCE, unas medidas que consagran la cultura de la derrota para la izquierda. Es un tributo que desarma al pueblo militante, y que impone como único referente lo que es posible para las grandes empresas. Una medida que permite recortar presupuestos sociales, privatizar, despedir, pero que no permite poner coto a las inmobiliarias o al aumento del gasto militar. Una medida que condena a las “clases subalternas” a “buscarse la vida” y a “salvar su culo”, por lo que cualquier atropello social puede quedar tan impune como esos beneficios empresariales que aumentan cada año.

Para implantar la lógica de este pacto por el olvido la historia se pasó a manos de los historiadores, a los especialistas, sobre todo a los consagrados cuyas obras y discursos pasaron a los escaparates. Ellos tomaron la palabra en sustitución de las víctimas. Así, toda una cohorte de expertos podían hablar en la TV y ocupar las tribunas de la prensa diaria y especializada para hablar de anarquistas o comunistas, mientras que los protagonistas de estos movimientos, quedaban como hemos dicho, para el trastero. Mientras que los testimonios vivos y las obras de investigación crítica quedaban para los circuitos minoritarios, los revisionistas eran catapultados desde plataformas privilegiadas (con programas modélicos como aquel “Tercer Grado” en la 2), un escaparate compartido con un grupo de expertos que actuaban como defensores del nuevo orden.

En este terreno, compartiendo disputas a la manera del espectáculo de las polémicas parlamentaria se situaban demócrata-cristiano-ucedísta Javier Tusell que había actuado como verdadero comisario de la UCD en TVE, y un paso más allá las variantes “postsocialista” representadas por Raymond Carr, Juan Pablo Fusi, y los historiadores en plantilla del grupo PRISA como Antonio Elorza y Santos Juliá (con sus numerosas variaciones autonómicas), cuya principal preocupación ha sido establecer lo que es correcto y lo que no lo es. En este juego se inscribe actuaciones como la aplicación del grado de “estalinista” a Julio Anguita, atribuyendo a éste características que eran más propias del viejo Santiago Carrillo, al que, por el contrario, se empleaba como ejemplo de pragmatismo y realismo político. No se trata por lo tanto de un debate de escuelas –moderados contra radicales-, sino de un cano según el cual el “Estado de Derecho” era éste y no otro, y además pretender ir más allá –por ejemplo cuestionando al monarca-, significaba haber perdido los papeles. Es este sentido resulta harto sintomático la campaña que ambos llevaron contra la película Tierra y Libertad.

Han tenido que pasar muchas cosas, para que la gota desborde el vaso. Pero hasta aquí hemos llegado, se ha cerrado el círculo, y esto ya no da para más. Actuaciones como la de Wotyla santificando católicos del bando franquista, o la prepotencia del PP en el poder, por no hablar de los desafueros de la COPE, más todo lo que ha comportado la era Bush, no han podido por menos que suscitar una primera oleada de rechazo. Por otro lado, la imposición de una historia oficial “superadora” suplantando el protagonismo desde debajo de miles y miles de republicanos, antifranquistas y/o rupturistas (revolucionarios), ha acabado suscitando un movimiento conocido como de “recuperación de la memoria histórica” y que no tiene parangón en otros países. En este movimiento convergen momentos y generaciones distintas aunque les une el sentimiento de reclamar un derecho primordial, el derecho a la verdad, y a la justicia. Su “base social” ha sido, de entrada toda esa gente “antigua” que no se ha resignado, que ha estado moviendo la tierra para encontrar a sus seres queridos y enterrarlos como lo que fueron. También están los jóvenes que no han sido engullido por la ideología consumista, y que so los que puesto su dinamismo en toda clase de plataformas (sobre todo en Internet). También están los investigadores que han entrado en terreno vedado para dejar en evidencia que las razones de Estado no pueden ser los de la verdad histórica. Con todo, se ha creado una nueva situación que ha puesto en cuestión un circulo de mentiras y verdades a medias, y ha abierto otro retomando el hilo abandonado, ahora sin vuelta atrás. Al igual que en los años setenta, sus libros y documentos son visibles, a veces incluso éxitos, da lugar a editoriales y a colecciones nuevas, y a un ambiente en el que hay un público interesado que de alguna manera no acepta la cultura de la derrota. 
 
 

Notas

---1) La obra del periodista comunista Gregorio Morán. Miseria y grandeza del Partido Comunista de España, 1939-1985 (Planeta, Barcelona, 1986), pudo desarrollar (como promete en la portada) un “análisis implacable de importantes episodios históricos hasta ahora nunca desvelado” gracias a qué los líderes del PCE pensaban que haría otra cosa. Resulta bastante singular el hecho de que entre sus críticos no se encuentren los criticados que ya habían optado por “otra historia” como la que, por citar un ejemplo, le dedicaría (Planeta, Barcelona, 1983) a Carrillo el “último Claudín”, o sea el Presidente de la Fundación Pablo Iglesias. En ella pasa de puntillas sobre una conversión compartida al estalinismo, es “a pesar de todo” el mismo Carrillo al que se le reconoce los servicios prestados en la Transición.

---2) Aunque la “nomenklatura” del PCI había empezado su “apertura” un paso por delante de los demás partidos comunistas, no fue hasta la caída del Muro de Berlín (y del “irresistible ascenso” del neoliberalismo), que tiró por la borda toda su historia para pasar a la socialdemocracia y tratar de ocupar el espacio dejado por la fuga de Craxi. Como ocurrió en el Este, muchos de los que se habían atenido al guión de la propia historia oficial, acabaron, no ya abjurando del Togliatti estalinista (convertido en centro de todas las “revelaciones” oscuras), sino del todo el historial comunista, hasta el punto que su secretario general pudo hacerse del Opus Dei sin abandonar el caro y declarar a cuatro columnas en El País que Wotyla había tenido razón contra el comunismo...El periodista naturalmente no le preguntó por Nicaragua ni por Monseñor Romero. 

---3) Completamente ausente de la primera línea de la lucha antifranquista, el PSC buscó sus referentes donde pudo, por ejemplo en el lejano “pedigrí” de la militancia en el FLP de algunos de sus “barones”, o en la afiliación de una franja de antiguos poumistas, la mayoría de los cuales habían escogido el “Mundo libre” ya a principios de los años cincuenta, o sea habían “jubilado” de la militancia. De esta manera podía criticar el estalinismo, eso sí sin diferenciar apenas entre el Julián Grimau torturador de “trotskistas” y el otro que se jugó la piel contra el franquismo. 

---4) La derecha y sobre todo la diplomacia norteamericana, han hecho verdaderos encajes de bolillo con un concepto de “totalitarismo” en base al cual los enemigos de “Mundo libre” o de Norteamérica eran “totalitarios” y las dictaduras amigas eran sencillamente “autoritarias” que es como Felpe definió el franquismo con el apoyo entusiasta del un Jorge Semprún muy arrepentido de sus pecados como Federico Sánchez o como guionista de Costa-Gravas. Con esta normativa se hizo posible que Juan Carlos I visitara sin que nadie dijera nada a Videla, y que se armara la marimorena cuando se trataba de que visitara a Castro. 

---5) Verdadera “especialista” en la “historia” de la Transición, la señora Prego concibió sus famosas “Crónicas” siguiendo las pautas de la más convencional trama de Hollywood, en un guión que lo único que se echó en falta fue el beso entre sus majestades para que el “happy end” fuese total. Una breve pincelada “profesional”: el autor de estas línea recuerda un informativo en TV2 a principios de los ochenta en el que la señora apareció contando unas “noticias por confirmar” según la cual Raúl Castro había dado un golpe de Estado contra su hermano...

---6) Este avasallamiento editorial llegó al extremo que en algunas de las paradas habituales montadas por gente de izquierdas en Barcelona con motivo del Día del Libro, era de lo más común encontrar las obras de Pío Moa o César Vidal como si tal cosa, mientras que para encontrar las obras de investigación había que dar la lata en las grandes librerías. Afortunadamente, esta situación ha cambiado considerablemente en los últimos tiempos, algo se está recuperado de la juventud perdida.

 

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