El tsunami del hambre

Lunes 2 de junio de 2008

Esther Vivas

La imposibilidad para acceder a los alimentos ha empujado a la calle, estos últimos meses, a miles de personas en los países del Sur. Manifestaciones, huelgas y protestas se han repetido de punta a punta del planeta. En Bangladesh el precio del arroz se duplicó en el último año, en Haití el coste de los alimentos aumentó más de un 40% y el mismo porcentaje subió en Egipto. Igual dinámica se ha vivido en Costa de Marfil, Bolivia, Indonesia, México, Filipinas, Pakistán, Mozambique, Perú, Yemen, Etiopía... La lista podría continuar.

Estas “revueltas del hambre” nos recuerdan a las que tuvieron lugar entre los años 80 y 90 en los países del Sur contra las políticas de ajuste estructural impuestas por el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional. En este período se contabilizaron más de cincuenta alzamientos que dejaron miles de muertos en África, Asia y América Latina. La causa, una vez más, el aumento de los precios de los alimentos básicos, del transporte, de la vivienda... que agravó las condiciones de vida de la mayoría de las poblaciones de estos países y dificultó aún más su lucha por la supervivencia cotidiana. La historia se repite y las políticas neoliberales siguen dejando a su paso a millones de hambrientos.

Pero el problema hoy no es la falta de alimentos: la producción de cereales a nivel mundial se ha triplicado desde los años sesenta y las reservas siguen estando muy por encima de la demanda. De hecho, la producción agrícola nunca había sido tan abundante. Entonces, ¿cuál es el problema? La dificultad está en la imposibilidad, por parte de los pobres del Sur, de pagar los precios establecidos. Se trata, por lo tanto, de un problema de acceso a los alimentos.

Los cereales básicos son aquellos que han sufrido un aumento más espectacular en el último año: un 70%. Entre éstos destaca el caso del trigo, la soja, los aceites vegetales y el arroz. El coste del trigo, por ejemplo, ha llegado a sumar un 130% más que hace un año y el arroz un 100%. Evidentemente son las capas más pobres de la población de los países del Sur, especialmente aquellos que abandonaron el campo y que hoy pueblan masivamente las ciudades, quienes están sufriendo las graves consecuencias de este aumento sin parangón de los precios de los alimentos básicos.

Una crisis que no es coyuntural sino que es resultado de un sistema agroalimentario privatizado, enfocado al mercado internacional y supeditado al afán de lucro. Varias han sido las razones que han hecho estallar esta crisis alimentaria mundial: el aumento de las importaciones de cereales realizadas por países hasta el momento autosuficientes como India, China o Vietnam; la destrucción de cosechas debido a las sequías y a otros fenómenos meteorológicos en países productores como Bangladesh, China y Australia; el aumento del consumo de carne por parte de nuevas clases medias en América Latina y en Asia con un consiguiente crecimiento de la demanda; la subida del precio del petróleo que ha repercutido directa o indirectamente en una agricultura dependiente del mismo; las nuevas tendencias de producción de “petróleo verde” o agrocombustibles; las crecientes inversiones especulativas en cereales después del crack de los mercados puntocom e inmobiliarios. Todos estos elementos han venido a influir, en menor o mayor medida, en un sistema agroproductivo que antepone los intereses económicos privados a las necesidades alimenticias de las personas. En este frágil equilibro, las leyes del mercado han acabado por desequilibrar la balanza.

Especular con la comida

Pero, ¿cómo se han establecido los precios actuales? El precio de las materias primas como la soja, el maíz y el trigo, entre otros, viene determinado por su cotización en las bolsas de valores como la de Chicago, la más importante. Los operadores venden y compran en el “mercado de futuros”, en función de las previsiones de la oferta y la demanda. Se trata, por lo tanto, de operaciones especulativas. En la medida en que otros sectores como el de Internet o el inmobiliario han entrado en crisis, estas inversiones se han derivado a los mercados de cereales. Hoy se calcula que al menos un 55% de la inversión financiera en el sector agrícola responde a intereses especulativos y ésta tiene una vinculación directa con el aumento y la volatilidad de los precios.

Multinacionales como Cargill y Bunge, así como el gobierno de los Estados Unidos, ejercen un fuerte control sobre la producción y la comercialización de estas materias primas, determinando su precio final. Una dinámica recurrente en toda la cadena productiva, siendo las grandes multinacionales quienes monopolizan cada uno de estos tramos las máximas beneficiarias de la crisis actual. Las principales compañías de semillas, Monsanto, DuPont y Syngenta han reconocido un aumento creciente de sus ganancias y lo mismo han hecho las principales industrias de fertilizantes químicos como Mosaic Corporation (propiedad de Cargill) o Potash Corp. Las mayores empresas procesadoras de alimentos como Nestlé o Unilever también anuncian una alza en sus beneficios, aunque por debajo de las que controlan los primeros tramos de la cadena. Del mismo modo que las grandes distribuidoras de alimentos como Wal-Mart, Tesco o Carrefour, los reyes de los supermercados, quienes afirman seguir aumentando sus ganancias.

Inseguridad alimentaria

En la medida en que la agricultura se ha mercantilizado, priorizando la producción para la exportación en lugar del abastecimiento local o abandonando sistemas de cultivo tradicionales en aras de una agricultura industrial y “drogodependiente” (con el uso de pesticidas y químicos), nos hemos visto arrojados a una creciente inseguridad alimentaria, donde nuestras necesidades alimenticias han quedado en manos de multinacionales de la agroindustria. Las políticas neoliberales aplicadas sistemáticamente desde los años 70 han contribuido, sin lugar a dudas, a ello.

El caso de Haití es revelador. Hace treinta años, este país producía todo el arroz que necesitaba para alimentar a su población, pero a mediados de los 80, frente a una necesidad de fondos (cuando el dictador haitiano Jean Claude “Baby Doc” Duvalier abandonó el país vaciando sus arcas), se tuvo que endeudar con el Fondo Monetario Internacional. Empezaba aquí una espiral de “dominación” que sumiría al país en la más profunda de las dependencias políticas y económicas respecto a las instituciones financieras internacionales y, en especial, en relación a Estados Unidos. 

Para obtener estos préstamos, Haití se vio obligado a aplicar una serie de políticas de ajuste estructural como la liberalización comercial y la reducción de los aranceles que protegían la producción de varios de sus cultivos, entre ellos el arroz. Esta apertura permitió la entrada indiscriminada de arroz subvencionado de Estados Unidos que se vendía muy por debajo del precio al que los agricultores locales podían producirlo. Un hecho que hundió en la más absoluta miseria a los productores locales quienes, ante la imposibilidad de poder competir con este arroz, abandonaron sus campos y su cultivo. Hoy, Haití se ha convertido en uno de los principales importadores de arroz estadounidense. 

Pero el caso de Haití es extrapolable a muchos otros países del Sur, donde la aplicación sistemática de las políticas neoliberales a lo largo de estos treinta años ha sumido a sus poblaciones en una pobreza que mina la salud y acorta la vida de la gente. La liberalización comercial a ultranza a través de las negociaciones en la Organización Mundial del Comercio y los acuerdo de libre comercio, las políticas de ajuste estructural, el pago de la deuda externa, la privatización de los servicios y los bienes públicos han sido algunas de las medidas que ha venido aplicando el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional a lo largo de estas últimas décadas.

Estas políticas han generalizado una creciente privatización de la agricultura y de la alimentación, así como de otros sectores. Una dinámica que, aunque muestra su cara más cruenta en el Sur, también se ha impuesto en los países del Norte con una agricultura altamente deslocalizada e industrial. Frente a las consecuencias de este modelo es indispensable empezar a aplicar ya los principios de la soberanía alimentaria. Las alternativas están encima de la mesa, sólo hace falta voluntad política para aplicarlas y, evidentemente, luchar para conseguir imponerlas.

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