Izquierda académica, democracia republicana e Ilustración. Diálogo con un estudiante mexicano de filosofía

Jueves 25 de junio de 2009

Antoni Domenech / Sin Permiso

En el marco de un Simposio sobre “Cambio de Siglo” realizado en la Universidad Autónoma Metropolitana en Ciudad de México, organizado por la Dra, Rhina Roux y el Dr. Adolfo Gilly, Antoni Domènech intervino sobre pasado y futuro del socialismo republicano. Lo que a continuación reproducimos es un diálogo de Domènech con un estudiante mexicano, que tuvo lugar en los días siguientes mediante varios intercambios de correo electrónico, rematados con un breve encuentro personal. Casiopea Altisench lo editó para SINPERMISO. El estudiante prefiere guardar de momento el anonimato, porque, según dijo con humor tan sombrío como certero, para algunos profesores relativistas, “todo se vale menos ponerles en cuestión que todo se valga”.

Estudiante.- Usted es un característico representante del pensamiento heredero de la Ilustración: republicano, democrático, universalista, racionalista, amigo de la ciencia moderna. Además, usted es un reconocido y veterano militante de la izquierda socialista española y europea. Ya me perdonará la ingenuidad, pero mi primera pregunta, entonces, como estudiante mexicano de ciencias sociales, es ésta: ¿Cómo pueden hacerse compatibles ambas cosas? ¿Cómo puede haber una izquierda intelectual proilustrada?

Domènech.- Hay una evidente diferencia entre usted y yo que no es tanto de ubicación geográfica –Europa, América Latina—, como generacional. Nadie, ni en Europa ni en América Latina, ni en parte alguna de la Tierra, ponía en cuestión hasta hace unas pocas décadas que la izquierda política, en particular la socialista –en el amplio sentido de la palabra, que abarca desde el viejo laborismo británico hasta el anarcosindicalismo revolucionario catalán, pasando por las distintas socialdemocracias continentales y los diversos comunismos planetarios—, era la heredera de los ideales de la Ilustración dieciochesca. El viejo y venerable Eric Hobsbawm, por ejemplo, ha dicho recientemente que el grueso de los intelectuales del mundo no dudaron en los años 30 en tomar partido por la II República española y contra el golpe de Franco, porque, salvo unos cuantos casos más o menos pintorescos (particularmente, aunque no sólo, en Alemania), firmemente educados en y comprometidos con los ideales ilustrados, vieron en la tragedia española una manifestación del conflicto entre esos ideales y sus inveterados enemigos. La novedad radical, pues, valórese ella como se quiera, es la aparición en las últimas décadas de una sedicente izquierda académica más o menos radicalmente hostil a los valores éticos y epistémicos de la Ilustración.

¿Cómo y por qué se produjo, en su opinión, un cambio político-cultural tan importante, cual es la aparición en las últimas décadas de una actitud hostil a la Ilustración en ambientes intelectuales de izquierda?

Hay dos cosas por lo menos que explorar aquí. Una es, digamos, de filiación, es decir, de historia de las ideas y de los conceptos recibidos. Otra es de oportunidad. Quiero decir que una cosa es buscar la ascendencia y filiación de las ideas y de los conceptos actualmente en boga en la izquierda académica antiilustrada, y otra bien distinta aclarar las razones de coyuntura político-cultural que, a partir de los años 60-70 del siglo pasado, llevaron a que esas ideas y conceptos prosperaran inopinadamente hasta colonizar las mentes de una buena parte de la izquierda académica postsesentaiochesca.

Empecemos por la filiación de las ideas recibidas...

A mí me parece indiscutible el origen alemán del grueso de esas ideas. La Alemania del primer tercio del siglo XX es un laboratorio de ideas anitiilustradas modernas. “Modernas” en el sentido de que no eran mero ancien régime, mera resistencia reaccionaria al ideario democrático, republicano, igualitario y fraternal-universalista de la Revolución francesa. Porque el nazismo alemán –como el fascismo europeo en general— no fue sólo una tiranía contrarrevolucionaria violenta que destruyó físicamente al movimiento obrero y las bases sociales de la democracia, sino que fue, y se nutrió él mismo, de todo un ambiente cultural y espiritual que penetró capilarmente en amplias capas de la población, incluso –en Alemania y en Italia, aunque no en España— de población trabajadora. Ahora bien; si de “méritos” se trata, se puede decir que el primer intelectual de izquierda que se hizo eco de –y que creyó poder dar un uso de “izquierda” a— esa nueva crítica romántica –procomunitarista, antirracionalista, y sobre todo: esforzadamente empeñada en confundir Ilustración o modernidad con capitalismo— de los valores ilustrados fue Max Horkheimer...

¿El mismo que escribió la Dialéctica del Iluminismo con Adorno?

Sí. Ya antes de coescribir ese libro en el exilio norteamericano, Horkheimer había publicado un ensayito en el que, entre otras lindezas, se decía que Hitler era un característico representante de una estirpe de demagogos burgueses de pésimo gusto, en la línea de ... ¡¡Cola di Rienzo –el dirigente popular republicano sublevado contra el Papa en la Roma del siglo XIII— y Robespierre –el padre de la democracia republicana revolucionaria moderna!! Pero lo importante, claro, es el libro que tu citas, coescrito con Adorno casi una década después...

¿Tan mala le parece la Dialéctica del Iluminismo?

Mala lo es, desde luego. Es un libro más ignorante aún que pretencioso. Ignora incluso todas las aportaciones, valiosísimas, que sus propios compañeros de la llamada Escuela de Francfort hicieron en el exilio para aclarar la catástrofe del triunfo de la contrarrevolución en la Europa continental, y muy particularmente la obra, sólida como una roca, y todavía leedera, de los juristas (Franz Neumann, Otto Kirchheimer, Arkadij Gurland). Pero, sobre todo, lo que me parece es un libro catastrófico por los efectos duraderos que ha tenido en la falsaria divulgación, entre determinada izquierda académica, de una confusión que nunca tuvo el movimiento obrero europeo antes de la II Guerra Mundial: la confusión entre Ilustración, o modernidad ilustrada, si se quiere, y capitalismo. Para todas las tendencias del movimiento obrero, si queremos expresarlo sumariamente, el capitalismo –y sus expresiones políticas decimonónicas en las monarquías constitucionales europeas: el conservadurismo y el liberalismo antidemocráticos y antirrepublicanos— era una traición a los ideales de la Ilustración. Así como las necesidades de propaganda de los bolcheviques acosados por la Entente a comienzos de los años 20 les llevaron a regalar de barato a la “burguesía”, al “liberalismo” y al “capitalismo” la “democracia” –es decir, el grueso de las luchas obreras europeas hasta 1914—, así también, pero sin necesidad perentoria alguna que pudiera venir a justificarlo, Adorno y Horkheimer obsequiaron al “capitalismo” con la “Ilustración” –con Kant, con Robespierre, con Tom Paine, con toda la ciencia moderna, ¿te imaginas? ¡Menudo regalo!— en este necio panfleto filosófico confortablemente escrito desde algún Gran Hotel Abismo californiano.

Puesto así, no parece un buen negocio...

Bueno, para Horkheimer, personalmente, sí lo fue. ¿Sabías –perdóname el tuteo— que terminó sus días en la República Federal de Alemania como asesor de la Fundación Adenauer (el think tank de la democracia cristiana alemana)?

No...

Digamos que Horkheimer inaugura una línea muy recorrida ahora por la izquierda anitiilustrada postmoderna: porque cuando uno empieza confundiendo Capitalismo e Ilustración, nunca más se reconcilia con la Ilustración –o se reconcilia torticeramente y de boquilla, como algunos izquierdistas pasados al neoliberalismo, hoy—, pero lo más frecuente y normal es que acabe reconciliándose con el Capitalismo. No hará falta que te ponga ejemplos. La maligna pero genial broma de Lukács sobre el Gran Hotel Abismo en que vivían confortablemente instalados estos audaces e ignorantes críticos de la Ilustración “capitalista” vio eso con perspicua claridad desde el comienzo. Pero lo más importante de todo es otra cosa, que vino luego...

¿En la postguerra?.

Sí, en la estela de los juicios de Nuremberg. Invariablemente, la autodefensa de los nazis más inteligentes acusados de crímenes contra la humanidad fue cargar la culpa a la tecnología moderna, fruto de la Ilustración, presentando al nazismo como un producto de ella. Se puede ver por lo magnífico en las muy interesantes Memorias de Hjalmar Schacht, el ministro de finanzas de Hitler y antiguo presidente del Banco Central alemán durante la República de Weimar (puesto en el cargo por presión, entre otros agentes, de la gran banca anglo-norteamericana). Su autodefensa es ésta: Hitler es un producto de la ciencia-técnica y de la democracia plebeya moderna; yo hice lo que pude, como ministro suyo, para mitigar el desastre. La misma línea, con argumentos metafísicos más o menos superferolíticos, puedes verla en el segundo Heidegger, quien no fue procesado en Nuremberg, pero fue sometido, como todos los profesores nazis, a procedimientos de desnazificación, por tribunales aliados, a fin de recuperar la venia docendi en la Alemania de postguerra. El gran culpable de lo que pasó es la “técnica moderna”: ni política, ni economía, ni vida social, ni capitalismo, ni nada de eso; la “ciencia-técnica”, y nos quedamos tan anchos. Claro, para estas gentes, completamente ignorantes, cualesquiera que fueran sus otros méritos intelectuales –que en Heidegger son muchos, dicho sea de paso—, de la realidad de la ciencia empírica, natural o social, y de las matemáticas, para esas gentes, digo, “ciencia” y “técnica” es lo mismo. Investigación científica básica y uso industrial (“capitalista”) del conocimiento, son lo mismo. Si quieres: son lo mismo Einstein, el gran científico socialista y pacifista, y Siemens, el financiador de Hitler y creador y fabricante de los demoledores “cañones Bertha” (en honor de su hija Bertha Siemmens).

¿Y no lo son?

Cualquiera, no ya que esté mínimamente familiarizado, sino que se haya asomado al mundo de la ciencia realmente existente, sabe que una cosa es la ciencia básica y otra la tecnología. El grueso de la ciencia básica no tiene aplicación tecnológica o instrumental alguna, y por lo mismo, no es financiable a través del mercado o de la empresa capitalista. Por ejemplo, la teoría científica más famosa del siglo XX, la Teoría General de la Relatividad, no tiene ninguna aplicación tecnológica o industrial (las naves que se mandan al espacio, se manejan todavía con tecnología derivada de la mecánica clásica newtoniana de partículas). Lo que ocurre es que cuando puedes fundar una tecnología en algún hallazgo importante hecho en ciencia básica, entonces esa tecnología resulta muy potente y eficaz (y puede ser, claro, terriblemente dañina, precisamente por basarse en conocimiento verdadero y profundo). Pero eso es más bien infrecuente. Lo normal, cuando se hace investigación básica, es no tener la menor idea de para qué va a servir eso, y normalmente, aunque el resultado sea excelente desde el punto de vista teórico-contemplativo, digamos, no sirve para nada. Cuando Watson y Crick obtuvieron el Premio Nóbel en los años 50 por su descubrimiento de las bases químicas de la vida, nadie podía pensar que eso iba a tener algún día una aplicación tecnológica e industrial muy importante (y muy preocupante): no fue sino hasta muchos años más tarde –en 1969—, cuando por casualidad se descubrió en un laboratorio norteamericano el famoso “bisturí enzimático” (capaz de cortar las secuencias de ADN por sus “articulacioness” informativas), que pudo concebirse la idea de un bricolage genético, y así, surgir la rama entera de la biotecnología actual. Pero la investigación en ciencia básica no se mueve nunca, como cree la crítica epistemológica romántica, por motivos “instrumentales”: eso lo sabía ya Aristóteles, quien dejó famosamente sentada para siempre la verdad de Pero Grullo de que la única motivación de la inquisición científica teórica es la “curiosidad”, verdad repetida 23 siglos después, y a su modo, por Kant al acuñar la maravillosa divisa ilustrada sapere aude!, ¡atrévete a saber! La confusión, la ignorancia, la resuelta negativa a distinguir y a saber, han sido patrimonio tradicional de la reacción y la conservación. Desde hace unas cuantas décadas, lo son también de una izquierda académica derrotada, que no se atreve a saber, porque no se atreve tampoco a cambiar el mundo, fiada, hasta ahora, en la rutina de que, mes tras mes, sigue al menos cobrando su nómina en alguna universidad pública o privada a trueque de enseñar a los estudiantes que nada se puede saber objetivamente y que pretenderlo es, más aún que ocioso, peligroso...

Siguiendo con la “filiación de ideas”, ¿cómo pasó a la izquierda, digamos, postmoderna actual todo ese mundo intelectual alemán de los años 20 y 30 de crítica a la Ilustración?

En filosofía eso se dio, por vía rodeada, a través de Francia, en general, y en el caso particular de la filosofía política, también de Italia. Heidegger recuperó su venia docendi en la República Federal, pero ni de lejos recobró allí su prestigio intelectual. De hecho, quien fue en la postguerra su discípulo más inteligente y prometedor, Ernst Tugendhat publicó en los 60 una crítica filosófica devastadora y definitiva de la filosofía de Heidegger desde un punto de vista analítico (pasado por Wittgenstein). Fueron los franceses quienes, dicho sea de paso: sin comprender mucho las profundidades abisales del talento de la Selva Negra, rehabilitaron a Heidegger, y así hasta ese horror apologético de la banalidad voluntariamente enrevesada que son el estructuralismo y el postestructuralismo actuales (el “antihumanista” Althusser, Foucault, Lacan, Deleuze, Derrida, etc.; Sartre y Merleau Ponty fueron otra cosa, pero no vamos a entrar en ello). Se puede decir sumariamente: la cultura filosófica y política francesa de entreguerras no conoció ni por asomo el mundo espiritual, relativista y expresamente anitilustrado del fascismo europeo, sobre todo alemán; y compró el producto en la segunda postguerra como una novedad, como un artículo chic y prêt à porter –o prêt à penser—, y luego, mal asimilado y peor traducido a la lengua de Rabelais y de Descartes, lo vendió al mundo entero como cosa propia, como un Beaujolais más (otro horror, este pésimo vino cosechero, por cierto, pero que también vende mucho, y ese sí es propio...). Claro, eso tiene que ver también con la crisis de la filosofía francesa desde Bergson: baste pensar en Bachelard y en todas esas parodias galicanas de la buena epistemología anglosajona o vienesa del siglo XX. Pero, en fin, eso nos llevaría a otra cosa muy distinta...

¿E Italia? Porque Italia sí supo lo que fue el fascismo europeo... Y usted ha hablado aquí en México del peligro de tratar de recuperar para la izquierda, al modo del italiano Agamben, una teoría política normativa como la de Carl Schmitt expresamente concebida como ataque a la democracia.

Hay muchas cosas que decir de la apropiación italiana de pensamiento nazi de los años 20 y 30 y de su reexportación al mundo. Me limitaré a una. La filosofía política y jurídica del fascismo italiano –digamos, Gentile— nunca tuvo a un teórico “moderno”, nada ancien régime, a la altura del Kronjurist del nacionalsocialismo, Carl Schmitt. Los españoles tampoco, claro, pero, en cambio, tuvimos a Carl Schmitt en persona, porque, después de salir de la cárcel en la Alemania postnacionalsocialista, se refugió en la España de Franco, y formó a toda una generación de juristas franquistas; de competentes juristas fascistas “modernos”, puedo decirlo, porque algunos fueron profesores míos. Tenía que ser un tipo como el italiano Agamben –editor italiano de Heidegger, dicho sea de pasada—, que carece de la más elemental formación técnica como jurista y no digamos, específicamente, como constitucionalista, quien “redescubriera” a Carl Schmitt para la izquierda académica postmoderna actual. Lo que yo dije aquí el otro día es que este pobre Agamben parece creer que una teoría política normativa es como un guante que, vuelto convenientemente del revés, puede enfundarlo indistintamente la mano derecha o la mano izquierda. No es así. Pero lo interesantes es esto: Carl Schmitt tuvo en los años veinte discípulos, o al menos, alumnos, que fueron a parar a las filas del socialismo y del marxismo, entre ellos algunos de los más eminentes juristas del siglo XX, como –antes los mencioné en el entorno de la Escuela de Francfort— Neumann, Kirchheimer o Arcadij Gurland. Hicieron críticas devastadoras de la teoría política antidemocrática del profesor Schmitt. Críticas, repito, sólidas, no sólo leederas hoy con provecho, sino muy actuales y pertinentes en el debate de nuestros días. ¿Por qué nadie se acuerda de ellas? –El libro Behemoz de Neumann todavía se puede comprar, excelentemente traducido aquí, en la librería del FCE en México.— ¿Y por qué, en cambio, se leen con delectación los incompetentes mariposeos de Agamben con el “estado de excepción permanente” , una idea de Schmitt expresamente concebida para que se saque la conclusión de que no hay diferencias importantes, en lo esencial, entre el III Reich de Hitler y la República de Weimar, o como decían mis profesores, sus discípulos, entre la España del Caudillo y la II República española? Si rastreáramos un poco, seguramente veríamos que son razones parecidas a las que hacen que para el común de los académicos Horkheimer y Adorno sean miembros distinguidos de la Escuela de Francfort y Kirchheimer, Neumann o Gurland –los técnicamente sólidos, los firmemente comprometidos con la democracia republicana, con la Ilustración y con el anticapitalismo político—, en cambio, unos perfectos desconocidos, salvo para especialistas en historia intelectual de los años 20 o en derecho constitucional.

¿Conspiración?  

Conspiración de silencio, desde luego. Más allá de eso, no creo en teorías conspirativas como herramientas explicativas de hechos sociales y culturales. Digamos que es una verdadera “coyuntura hermenéutica” la que ha favorecido de consuno todo eso: una izquierda académica derrotada y desnortada después del 68, la destrucción de la cultura democrática antifascista europea de los años 30 y el (semi)olvido interesado, después de la II Guerra Mundial, de ese gran debate democrático de los años 30 sobre la contrarrevolución fascista y la criminal degeneración estalinista...

¿Por qué “interesado”?

Los ejemplos se vengan, pero a veces valen más que mil disertaciones. Te doy uno. Piensa en la leyenda del Hitler triunfante en unas elecciones democráticas, del Hitler, digamos, “criatura” de la “democracia moderna”. Es una leyenda falsa, como casi todas las leyendas. Pero ahí está: salvo los especialistas, todo el mundo terminó creyéndola. Hitler fue proclamado “canciller” por el Presidente Hindenburg en enero de 1933: se trató de un golpe de Estado técnico, en el que el viejo mariscal Guillermino abusó manifiestamente del artículo 48 de la Constitución de Weimar. Hitler no llegaba al 32% de los votos, y estaba en minoría parlamentaria (socialdemócratas y comunistas, juntos, tenían más de un millón de votos más que Hitler, y bastantes más parlamentarios –la ley electoral era estrictamente proporcional en Weimar: 50.000 votos = 1 diputado—, y además, el gran partido católico de centro era todavía una fuerza parlamentaria más o menos lealmente republicana). Ahora bien; la leyenda de que la democracia republicana puede engendrar a un Hitler sirvió durante la Guerra Fría, técnico-jurídicamente, para promover en Europa –particularmente en Alemania y en Austria—Constituciones mucho menos democráticas (mucho menos “parlamentarias”) que las de entreguerra; e ideológicamente, para desacreditar a las repúblicas radicalmente democráticas europeas de los años 20 y 30 (entre ellas, a la II República española). Una coyuntura hermenéutica es una situación en la que intereses muy diversos confluyen espontáneamente en interpretar la realidad de un determinado modo, y aquí lo puedes ver: a los guerreros fríos norteamericanos les convenía restaurar el capitalismo en Europa con regímenes políticos desparlamentarizados; a los estalinistas les convenía desacreditar a la “democracia burguesa” (un oximorón, dicho sea de paso, que no hallarás una sola vez en Marx, quien se cuidó muy bien en 1848 de presentar al “comunismo” como un ala de la “democracia” –sin más—); a los liberales monárquicos –los viejos honoratiores de la política europea hasta 1918—, que se habían doblegado galanamente al fascismo, y a los mismos fascistas, ex-fascistas y cripto-fascistas de toda laya les convenía cargar la culpa de Hitler al “pueblo”, a la “plebe” alemana que lo habría votado masivamente (sic!), cuando no a la “ciencia.técnica” moderna, ese supuesto otro hijo maldito de la Ilustración. Etc., etc. Todavía hace unos pocos meses, Rumsfeld repetía la leyenda para atacar a Chávez (ganó las elecciones democráticamente, sí, pero Hitler también...), sin que el Embajador alemán en Washington moviera la más mínima protesta, que quedó reducida a un puñado de académicos, sin apenas trascendencia en los medios de comunicación...Y, con ser éste seguramente uno de los más importantes, no es el más espectacular de los ejemplos que podrían ponerse...

¿Puede haber otro más espectacular?

Hay tantos que, sin ser demasiado importantes, son espectaculares... Bueno, uno reciente, que no se si es el más espectacular, pero que desde luego es espectacular es el de Slavoj Žižek. No sé si es muy conocido en México; en Argentina lo es mucho, y en España, bastante (lo miman y promocionan desde las páginas culturales de El País, el diario del establishment cultural liberal español). Este filósofo, creo que eslovaco, que alguna vez –por ejemplo, en una entrevista reciente en el País— ha aceptado para sí con cierto donaire el calificativo de “estalinista postmoderno lacaniano”, tiene un esquema mental que se puede caricaturizar así: da por valederas todas las aberraciones que la derecha liberal o conservadora pueda imputar falsariamente a la izquierda en su conjunto –antidemocrática, enemiga de los derechos humanos, totalitaria— y las reivindica y hace suyas, con un lenguaje rayano en el delirio, como cosas interesantes y valiosas. Es decir, que lo suyo es la Umwertung nietszcheana, la inversión de valores (en su caso, con desprecio añadido de los juicios de hecho). Publicó hace unos pocos años un ignorante libro sobre Lenin –como se conoce que todo vale, vale también publicar un libro sobre Lenin sin haberlo leído, ni conocer el contexto histórico— en ese estilo, pour épater le bourgeois... Me han dicho que este astuto mentecato ha editado y prologado ahora para Verso, en Londres, un libro con discursos de Robespierre. ¡Pobre Robespierre! Robespierre, el padre de la democracia revolucionaria y del anticolonialismo contemporáneos, el Incorruptible ininterrumpidamente difamado por la derecha conservadora, por la derecha liberal y por la derecha fascista de los siglos XIX y XX, reivindicado a comienzos del XXI, ¡pero por los falsos vicios con que se le calumnió! Eso es otro ejemplo de “coyuntura hermenéutica”, no importante, pero no me negarás que bien espectacular.

Para terminar, ¿qué piensas de la influencia “postmoderna” antiilustrada en los movimientos sociales de impronta indigenista en América Latina?

Bueno, yo no conozco muy bien esos movimientos. Pero para empezar, diría que esa influencia, cuando se da, se da siempre a través de académicos, normalmente de académicos formados en Francia o en EEUU. No sé si tú estabas ese día del Simposio, pero yo tuve ocasión de escuchar a Francisco Bárcenas, el dirigente indigenista de Oaxaca, en una ponencia no sólo excelente, sino política e intelectualmente ejemplar. Si la palabra no estuviera justamente desacreditada, podría decirse que Bárcenas hizo una especie de “autocrítica”: se lamentaba de haber sucumbido, diez años atrás, a los cantos de sirena “multiculturales” procedentes de EEUU, y notaba como, en los últimos años, en México, la cantilena de la “autodeterminación” y la “autonomía” de las “etnias” andaba en boca hasta del entorno del presidente panista Fox. Bárcenas abogó, en substancia por dos ideas: que los pueblos indígenas “no están solos”, ni deben aislarse, una, y la otra, que no pueden “regalar la República” al enemigo. Me pareció, el suyo, un discurso de gran lucidez política y de mucho coraje intelectual (se conoce que no es académico el hombre, ni debe querer serlo...). En el fondo, creo que lo que quería decir es que lo que Mariátegui llamó las “falsas Repúblicas” iberoamericanas, Estados neocoloniales fundados en la exclusión de la inmensa mayoría de la población indoamericana, deben refundarse como Repúblicas democráticas, y que esa refundación sólo es posible con hegemonía de las poblaciones inveteradamentes excluidas. Pero para ir al núcleo de tu pregunta: lo patético de los discursos que, en nombre de tal o cual tradición indígena particular, discursean y lacanean contra la “razón” o la “ciencia occidental”, o directamente contra la “Ilustración”, ignorantemente presentada como la otra cara del colonialismo, no es que olviden –exactamente igual que los más vetustos ideólogos victorianos del colonialismo europeo decimonónico— que la llamada “ciencia occidental” no es “occidental”, sino patrimonio común de la humanidad toda (el derecho romano republicano ha civilizado –literalmente— al mundo entero, pero los números que usamos son árabes, y no romanos; y el importantísimo número cero, lo trajeron los árabes de la India). Lo verdaderamente patético, digo, es que, para oponerse a la supuesta “razón” o “ciencia occidental”, siempre invocan invariablemente a algún majadero precisamente “occidental”: rechazan, o ponen sordina, o matizan, a Kant, a Marx, a Weber o a Chomsky, pongamos por caso –es decir, a los grandes de verdad— con una oportuna cita, declamada siempre en invariable tono catequético, de Foucault o de Lacan (o de cretinos peores que ésos, que seguramente debe haberlos...).

Antoni Domènech es el Editor general de SINPERMISO. 

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