Galia
Trépère.
Hace
20 años, la caída del muro de Berlín, y el posterior hundimiento de las
dictaduras estalinistas en los países del este, marcaban el comienzo de un
enorme cambio del mundo que, lejos de las falsas promesas de la propaganda
anticomunista, desembocó en las crisis y las guerras de la mundialización
capitalista.
Las
manifestaciones de masas que precedieron o acompañaron a estos acontecimientos,
el entusiasmo que suscitaron, acreditaron la idea de que se trataba de
revoluciones por la libertad. En realidad, la desaparición de estos regímenes
resultaba fundamentalmente de las decisiones de los dirigentes de la burocracia
soviética que había emprendido hacía cuatro años un proceso que iba a conducir
a la restauración del capitalismo en la URSS. A la vez etapa y preludio de la
mundialización capitalista, los acontecimientos de finales de 1989 eran la señal
del fin del período abierto por la revolución rusa y la gran ola revolucionaria
que había sacudido el mundo capitalista tras la Primera Guerra Mundial.
La
reconfiguración del mundo que comenzó a operarse en ese momento está caracterizada
esencialmente por la penetración de los trusts y de sus estados en las partes
del planeta que se les escapaban hasta entonces, abriendo un nuevo período de
expansión de la dominación capitalista.
Es
una demostración hacia atrás de la fuerza que habían dado a la revolución rusa
la iniciativa de las masas, la expropiación que hicieron de las clases
dirigentes, su conciencia de llevar a cabo un combate internacional. Esta
fuerza fue primero ahogada por la violencia de la reacción burguesa que aplastó,
con la ayuda de los partidos socialdemócratas, las demás revoluciones obreras
de después de la Primera Guerra Mundial. Salvo en Rusia, en ninguna otra parte
parte pudo la clase obrera triunfar.
Abandonada
a si misma y al atraso del país, la revolución rusa fue ahogada por una
burocracia cuya existencia se explica esencialmente por la debilidad de la
clase obrera, única capaz de hacer vivir una verdadera democracia en un país en
el que el 80% de la población era campesina.
Pero
incluso después de que redujo a las masas obreras y campesinas al silencio, a
comienzo de los años 1930, la burocracia no se atrevió a llevar a cabo una
restauración del sistema capitalista. Fué en el marco de las relaciones de
propiedad heredadas de la revolución en
el que se vió obligada a ejercer su poder y sus privilegios.
Esos
son, a grandes rasgos, los acontecimientos que habían configurado el mundo y
cuyo fin anunció 1989. La primera gran ola de revoluciones obreras que pretendían
el derrocamiento de la burguesía a escala internacional, salida del desarrollo
del movimiento obrero a finales del siglo XIX, había podido ser contenida sin
que el imperialismo lograse a pesar de todo restablecer su dominación sobre el
conjunto del planeta.
Las
pretendidas “democracias populares” eran una de las manifestaciones del papel
reaccionario que jugaron Stalin y la burocracia a escala internacional. Las
revueltas o las revoluciones obreras que estallaron en esos países, en
particular en el momento y justo después de la muerte de Stalin, en Alemania
del Este en 1953, en Polonia y en Hungría en 1956, en Checoslovaquia en 1968 y,
en varias ocasiones, en Polonia, indican hasta qué punto esos regímenes eran
regímenes antiobreros.
Pero
el triunfo de la mundialización capitalista, lejos de haber superado las
contradicciones del sistema, no ha hecho más que llevarlas a un grado de
extrema agudeza, en particular la contradicción entre la socialización de la
producción, de la distribución y la propiedad privada capitalista, en manos de
una minoría cada vez más ínfima de la población. Este triunfo prepara un nuevo
ciclo de revoluciones en las que la clase obrera, cuyo refuerzo a escala
mundial ha conocido un desarrollo extraordinario, está llamada a jugar
plenamente su papel emancipador y democrático.
Si
pensamos en las condiciones en las que se desarrolló la primera gran ola de
revoluciones obreras de la historia, el estado de atraso de los países, incluso
los más modernos de aquella época, como Alemania, de las que la película “Le
Ruban blanc” puede dar una idea, ¿qué hay de extraño en que, en esas
condiciones, se impusieran el reino de la burocracia y el culto del estado?.
Era,
al alba del siglo XX, una apuesta, de la misma forma que el combate dos
generaciones antes de los comunards parisinos, de los que Marx decía que “se
habían lanzado al asalto del cielo”.
Hoy,
con centenares de millones de mujeres y hombres que están en el corazón de los
sectores claves de toda la economía mundial, que poseen un nivel de cultura
considerable en relación al que existía al comienzo del siglo XX, la clase de
los asalariados es potencialmente capaz de controlar la marcha de toda la
economía y asegurar su apropiación colectiva, social mediante su autoorganización.
Los
progresos que constituyeron soviets en Rusia, consejos de fábrica en Alemania,
comités en la España de 1936, están llamados a conocer un desarrollo que hará aparecer
estas primeras formas de autoorganización
como los balbuceos de la democracia de las grandes revoluciones por
venir.