Lluís Rabell
Hará falta un cierto tiempo para medir el alcance de la manifestación que colapsó el corazón de Barcelona el pasado 10 de julio. Una fecha a retener, porque esta movilización ciudadana marcará un punto de inflexión en las relaciones entre el pueblo de Catalunya y el Estado español. Si la indignación ante la sentencia del Tribunal Constitucional ya era patente desde hacía semanas en la sociedad catalana, la publicación de las "motivaciones jurídicas" y el detalle interpretativo del alto tribunal ha desatado vientos de revuelta. No sólo no ha habido progreso alguno del autogobierno, sino que surge de la resolución del TC una grave amenaza de regresión con respecto a los derechos democráticos y culturales reconocidos hasta ahora a Catalunya. La respuesta de la ciudadanía - por su carácter masivo, pero también por el contenido de sus exigencias - demuestra que, de manera irreversible, se ha girado una página en la historia de esas relaciones.
Sólo
un memo - y hay que pensar que los mandatarios de este país,
empezando por
el mismo President
Montilla,
a fuerza de maniobrar y de perder el norte político, se inscriben ya
en esta categoría - podía imaginar que, al reunir en la calle una
inconmensurable multitud en semejantes circunstancias, la gente iba a
pedir tímida y educadamente "la recomposición del pacto
constitucional" o el respeto a "la integridad del
Estatuto". (Al día siguiente, el conseller
socialista de Obras Públicas y Política Territorial, Joaquim
Nadal,
en un formidable ejercicio de funambulismo
dialéctico, se atrevía a sostener ante los medios de comunicación
que era eso exactamente lo que la ciudadanía anduvo reclamando el
sábado por la tarde). Lo cierto, sin embargo, es que la
manifestación gritó masivamente a favor de la independencia de
Catalunya. Y no se trataba simplemente de una reacción airada o
irreflexiva ante la afrenta del Constitucional. La cuestión es sin
duda mucho más profunda, y la explicación se podía leer en la
propia composición de la manifestación. Estaba allí una generación
que, en su día, había reclamado "Llibertat,
amnistia i Estatut d’autonomia".
Es decir, la generación del "pacto constitucional" -
eufemismo que designa el régimen híbrido surgido del acuerdo entre
los herederos del franquismo y la oposición democrática... bajo la
amenaza de un baño de sangre a manos del ejército. Esa generación
ha sido testigo
del agotamiento del autonomismo, hoy definitivamente en vía muerta a
causa de la intransigencia centralista de las élites que han seguido
mandando desde entonces. Sin embargo, el sábado, la calle ya estaba
en gran medida ocupada por una nueva generación, libre de cualquier
responsabilidad con el pasado. Y ajena a las frustraciones y temores
de la precedente. El clamor en favor de la independencia que sacudió
el Paseo de Gracia
y éste es el cambio profundo que se está operando en el panorama
político - resulta de la fusión entre el balance de la vieja
generación y el empuje rupturista
de la juventud. De ahí su tremendo potencial.
Los
partidos institucionales, desde la derecha
nacionalista conservadora hasta la izquierda de gestión –
encarnada, más allá de sus significativas diferencias, en las
fuerzas del tripartito -, todavía no acaban de medir ni entender la
fuerza subterránea que se está poniendo en movimiento. La anécdota
de la cabecera
de la manifestación
ilustra cuanto decimos. Después de días discutiendo quién
y cómo
tenía que encabezar la marcha - en un intento del PSC
para diluir el contenido soberanista
de la convocatoria y encuadrarla tras las instituciones autonómicas
, resulta que la multitud desborda la organización, la
manifestación se convierte en un genuino acto "del pueblo"…
y los manifestantes increpan a sus representantes políticos
gritándoles: "¡Escuchad el pueblo!". No sólo estamos
asistiendo a una crisis política e institucional de alcance
imprevisible. Hay que añadir a ello una profunda crisis de la
representación política existente. Los dirigentes que intentan
interpretar y reconducir
los actuales acontecimientos corresponden mucho más a un pasado que
se acaba que al futuro convulso
que se atisba en el horizonte. Todavía ocupan el primer plano de la
escena política. Es posible incluso que algún “actor” conocido,
como Artur
Mas,
alcance este otoño la presidencia de la Generalitat. En cualquier
caso, eso tan sólo sería ya el preludio confuso, contradictorio, de
un movimiento histórico y social mucho más profundo, muy lejos aún
de haber construido sus propios referentes o expresiones políticas
más fidedignas.
En el próximo periodo, la crisis nacional que se está gestando se combinará con los tremendos efectos de la crisis más grave que ha conocido el capitalismo desde 1929. La clase trabajadora sólo podrá unir sus fuerzas dando la espalda al viejo centralismo que tan bien ha servido a las clases dominantes del Estado español para dividir, enfrentar y someter a los pueblos. Sólo desde un estado democrático y social, desde una República Catalana, plenamente soberana para establecer sus relaciones con el resto de pueblos sobre un pie de igualdad, será posible sellar este imprescindible entendimiento entre las clases populares de toda la península. He ahí la lectura que la izquierda combativa debería hacer de la manifestación de este sábado y del giro de toda la situación que anuncia.
Ésa es la perspectiva de que defendió al animado séquito de Revolta Global - Esquerra Anticapitalista en el transcurso de la ya histórica manifestación del 10-J en Barcelona.