Cita con la Historia

Lunes 12 de julio de 2010

Lluís Rabell

Hará falta un cierto tiempo para medir el alcance de la manifestación que colapsó el corazón de Barcelona el pasado 10 de julio. Una fecha a retener, porque esta movilización ciudadana marcará un punto de inflexión en las relaciones entre el pueblo de Catalunya y el Estado español. Si la indignación ante la sentencia del Tribunal Constitucional ya era patente desde hacía semanas en la sociedad catalana, la publicación de las "motivaciones jurídicas" y el detalle interpretativo del alto tribunal ha desatado vientos de revuelta. No sólo no ha habido progreso alguno del autogobierno, sino que surge de la resolución del TC una grave amenaza de regresión con respecto a los derechos democráticos y culturales reconocidos hasta ahora a Catalunya. La respuesta de la ciudadanía - por su carácter masivo, pero también por el contenido de sus exigencias - demuestra que, de manera irreversible, se ha girado una página en la historia de esas relaciones.

Sólo un memo - y hay que pensar que los mandatarios de este país, empezando por el mismo President Montilla, a fuerza de maniobrar y de perder el norte político, se inscriben ya en esta categoría - podía imaginar que, al reunir en la calle una inconmensurable multitud en semejantes circunstancias, la gente iba a pedir tímida y educadamente "la recomposición del pacto constitucional" o el respeto a "la integridad del Estatuto". (Al día siguiente, el conseller socialista de Obras Públicas y Política Territorial, Joaquim Nadal, en un formidable ejercicio de funambulismo dialéctico, se atrevía a sostener ante los medios de comunicación que era eso exactamente lo que la ciudadanía anduvo reclamando el sábado por la tarde). Lo cierto, sin embargo, es que la manifestación gritó masivamente a favor de la independencia de Catalunya. Y no se trataba simplemente de una reacción airada o irreflexiva ante la afrenta del Constitucional. La cuestión es sin duda mucho más profunda, y la explicación se podía leer en la propia composición de la manifestación. Estaba allí una generación que, en su día, había reclamado "Llibertat, amnistia i Estatut d’autonomia". Es decir, la generación del "pacto constitucional" - eufemismo que designa el régimen híbrido surgido del acuerdo entre los herederos del franquismo y la oposición democrática... bajo la amenaza de un baño de sangre a manos del ejército. Esa generación ha sido testigo del agotamiento del autonomismo, hoy definitivamente en vía muerta a causa de la intransigencia centralista de las élites que han seguido mandando desde entonces. Sin embargo, el sábado, la calle ya estaba en gran medida ocupada por una nueva generación, libre de cualquier responsabilidad con el pasado. Y ajena a las frustraciones y temores de la precedente. El clamor en favor de la independencia que sacudió el Paseo de Gracia
- y éste es el cambio profundo que se está operando en el panorama político - resulta de la fusión entre el balance de la vieja generación y el empuje
rupturista de la juventud. De ahí su tremendo potencial.

Los partidos institucionales, desde la derecha nacionalista conservadora hasta la izquierda de gestión – encarnada, más allá de sus significativas diferencias, en las fuerzas del tripartito -, todavía no acaban de medir ni entender la fuerza subterránea que se está poniendo en movimiento. La anécdota de la cabecera de la manifestación ilustra cuanto decimos. Después de días discutiendo quién y cómo tenía que encabezar la marcha - en un intento del PSC para diluir el contenido soberanista de la convocatoria y encuadrarla tras las instituciones autonómicas
- , resulta que la multitud desborda la organización, la manifestación se convierte en un genuino acto "del pueblo"… y los manifestantes increpan a sus representantes políticos gritándoles: "¡Escuchad el pueblo!". No sólo estamos asistiendo a una crisis política e institucional de alcance imprevisible. Hay que añadir a ello una profunda crisis de la representación política existente. Los dirigentes que intentan interpretar y
reconducir los actuales acontecimientos corresponden mucho más a un pasado que se acaba que al futuro convulso que se atisba en el horizonte. Todavía ocupan el primer plano de la escena política. Es posible incluso que algún “actor” conocido, como Artur Mas, alcance este otoño la presidencia de la Generalitat. En cualquier caso, eso tan sólo sería ya el preludio confuso, contradictorio, de un movimiento histórico y social mucho más profundo, muy lejos aún de haber construido sus propios referentes o expresiones políticas más fidedignas.

En el próximo periodo, la crisis nacional que se está gestando se combinará con los tremendos efectos de la crisis más grave que ha conocido el capitalismo desde 1929. La clase trabajadora sólo podrá unir sus fuerzas dando la espalda al viejo centralismo que tan bien ha servido a las clases dominantes del Estado español para dividir, enfrentar y someter a los pueblos. Sólo desde un estado democrático y social, desde una República Catalana, plenamente soberana para establecer sus relaciones con el resto de pueblos sobre un pie de igualdad, será posible sellar este imprescindible entendimiento entre las clases populares de toda la península. He ahí la lectura que la izquierda combativa debería hacer de la manifestación de este sábado y del giro de toda la situación que anuncia.

Ésa es la perspectiva de que defendió al animado séquito de Revolta Global - Esquerra Anticapitalista en el transcurso de la ya histórica manifestación del 10-J en Barcelona.

 

 

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