Sobre voces, símbolos y una gran X

Lunes 14 de noviembre de 2011, por Mar

Vicente Rubio/Diagonal

El arraigo del movimiento de ocupación de plazas en EE UU ha sido una de las sorpresas del comienzo de curso. Este texto aborda la particularidad del movimiento: su virtud de "reconstruir conexiones y capacidades colectivas".

En una entrevista realizada en 2006, el artista Mark Di Suvero mostraba su malestar al ser preguntado por esa “gran X” de acero y pintura roja que acababa de instalarse en Zucotti Park, y cuya autoría le correspondía. “No es una X. Es una serie de tetraedros abiertos en sus extremos”, respondía secamente. Los actuales ocupantes de la plaza, y los habituales del lugar -colaboradores en los grupos de trabajo, curiosos, paseantes-, además de rebautizar el espacio como Liberty Square, hace ya semanas que se refieren a la estructura firmada por Di Suvero como “la cosa roja” -o el “cacharro rojo”, o “esa cosa fea roja”-. Es un elemento más de esa geografía improvisada y crepitante que conforma la plaza. Hace unos días, a la sombra de esa gran X, el filósofo esloveno Slavoj Zizek advertía a los ocupantes de la plaza sobre los peligros de dejar traducir la energía social que OccupyWallStreet ha desatado en una estrecha serie de ‘demandas’: “Las protestas han creado un vacío en la hegemonía ideológica. Y se necesita tiempo para llenar ese vacío adecuadamente, ya que es un vacío preñado de posibilidades, una apertura hacia lo verdaderamente nuevo”.

La pregunta es pues ¿cómo, con qué, llenar ese vacío? En torno a esa incógnita aguardan multitud de posibilidades, y también peligros y trampas. Algunos comentaristas ya han señalado el acecho de la mercantilización del fenómeno: el canal de televisión MTV ha grabado un episodio de su docu-show Real Life siguiendo a un pequeño grupo de manifestantes en sus actividades diarias en la plaza. La atención de otros medios resulta también sintomática: los grandes momentos –mediáticos- del movimiento han sido aquellos en que se han producido detenciones masivas. La evidencia apabullante de la represión policial y sus tácticas ha conseguido que el movimiento reciba una oleada de simpatía y adhesiones, alentadas por unos medios inesperadamente críticos con las intervenciones policiales. La denuncia de las tácticas policiales, sin embargo, encierra consigo una sutil neutralización: hay que dejar que los manifestantes -no importa la causa o el objeto de su manifestación- se expresen libremente. Hay que permitir que se oiga su voz, sin necesidad de tener que escuchar lo que esa voz diga. Esa defensa de la libertad de expresión deja ver en ocasiones, en su propia vehemencia, su carácter de piedra basal del consenso americano. El mismo que refleja la tradicional asignación de los colores rojo y azul al partido republicano y demócrata, respectivamente: dos colores enfrentados que al unirse conforman el símbolo nacional.

LA INCÓGNITA RADICA EN SABER SI ESAS ACCIONES SERÁN CAPACES DE CONTINUAR ABRIENDO ESPACIOS O RECAERÁN EN INERCIAS, VOLVIENDO AL MARCO TRADICIONAL DE UNA PROTESTA

Un símbolo, como elemento reforzador de una identidad, funciona siempre hacia el pasado. Cose las fisuras, alisa las rugosidades en nombre de la unidad. La conversión de la plaza en símbolo conlleva algunos problemas prácticos en lo cotidiano -la abundancia de turistas, visitantes ocasionales, normalmente renuentes a una mayor participación-, pero sobre todo algunos riesgos mayores, como dar pie a un comienzo de mitificación paralizadora. Mientras tanto, como queriendo recordarnos que los espacios son también el tiempo transcurrido en ellos, la nieve se adelantó este año. El invierno se acerca.

Una interrupción abrió el vacío el 17 de septiembre. Desde entonces, el evento Occupy Wall Street, esa interrupción, se ha transformado en movimiento. Se extiende por todo el país, comienza asambleas en barrios y ciudades, acalla representantes oficiales al sonido de “Mike check!”. El movimiento reconstituye conexiones y capacidades colectivas. El vacío se llena de voces. Bajo la discusión late la posibilidad de la redefinición de lo político. Esa redefinición no puede localizarse, confinarse a un espacio o a un símbolo. Es móvil, fluida y activa. No declara: interviene. El reto ahora consiste en pasar de ese encuentro de voces a la articulación no de demandas –cuyo interminable debate, y la presión mediática relacionada, ha pasado de manera significativa a un segundo plano-, sino de iniciativas y acciones. De manera constante y multiforme están surgiendo por todo EEUU: para el miércoles 2 de noviembre, OccupyOakland convocó una huelga general con amplio seguimiento; el mismo día, OccupyCollege convocaba a más de 70 campus a organizar talleres de información sobre las condiciones. La incógnita radica en saber si esas acciones serán capaces de continuar abriendo espacios o recaerán en inercias, volviendo al marco tradicional de una protesta. Por el camino, no obstante, surgen las oportunidades de deshacer las oposiciones tradicionales: reforma o revolución, espontaneidad u organización, realismo o utopía.

La disolución de esas oposiciones apunta a un elemento clave de esta ola de movimientos a la que estamos asistiendo: la posibilidad de una profunda transformación ideológica. Algo muy nítido en el 15-M, y quizás de forma menos clara en OccupyWallStreet. Una reconfiguración de ese terreno inmanente y contradictorio en que se desarrolla la lucha por los significados, la definición de lo posible y lo no posible políticamente. No hay retorno posible al paisaje social e ideológico anterior a la revolución neoliberal de los ‘80. Ese es el único contexto del que podemos partir. Pero el suelo de la historia, siempre en movimiento, expone ese paisaje, y los discursos y valores que lo acompañan, a la fractura y la contradicción, reconfigurándolos o tornándolos inservibles. Es por esa razón que la constatación de ese paisaje no equivale a una rendición, sino a todo lo contrario: una liberación, una llamada a la producción de formas de organización y vocabularios radicalmente nuevos, ajenos a la combinación de melancolía y cinismo que la izquierda de las últimas décadas ha conocido, escindida entre la nostalgia de un paraíso perdido –y sus símbolos, y sus términos– y un posibilismo plano y finalmente inservible. La recuperación de lazos y estructuras de acción, la asimilación de los métodos asamblearios en las interacciones cotidianas, entre otras muchas cuestiones, anuncian el camino hacia una fase menos expresiva y mas organizativa del movimiento.

Volvemos a aquella cosa roja de Zucotti Park con más preguntas que respuestas. Será por esa razón que, a día de hoy, quizás sea ése el único símbolo aceptable, por paradójico, de este movimiento. Un símbolo casual, involuntario, impensado. Esa gran X, felizmente todavía por resolver. Su título original, por cierto, era Joie de vivre. Alegría de vivir.

Vicente Rubio es activista y vive en Brooklyn (Nueva York).

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