Grandezas y miserias de la economía planificada

Martes 3 de enero de 2012, por elecciones

Pepe Gutiérrez-Álvarez

Desde 1917, el siglo conoció diversas fases de prosovietismo. El primero fue –obviamente- con la propia revolución, y el fervor era tal que nadie se planteaba que había la única alternativa a un gran desastre (una contrarrevolución de tipo monárquico-fascista sometida a Gran Bretaña); el final de los años veinte, este entusiasmo parecía haber desaparecido, pero la suma del “crack” del 29, el ascenso de la peste fascista y la lejanía, llevó a trabajadores e intelectuales que a pesar de todo en la URSS se estaba construyendo el socialismo. Entonces, las críticas desde la democracia y el socialismo quedaron confundidas con las campañas denigratorias que la reacción había mantenido desde el mismo Octubre.

Hubo otra oleada tras la victoria contra el Eje en la II Guerra Mundial, sin el pueblo de la URSS el Eje nazi-fascista también “habría pasado”. El entusiasmo anuló antiguos reparos, y según me testigos de entonces hubo anarquistas y poumistas que creyeron que al final de cuentas, Stalin había tenido razón con sus “purgas”. Este apoyo comenzó a declinar rápidamente en 1956 (Informe Jruschev, Octubre húngaro), pero se rehizo en los años sesenta. En 1967, a los 50 años de la toma del Palacio de Invierno, se da un nuevo impulso al prosovietismo aunque ya entonces irá acompañado de una pasión crítica “constructiva”. Podemos encontrar un espejo de esta fase en el enfoque que sobre la URSS y las “democracias populares” ofrecerá una revista tan representativa de la izquierda en los sesenta-setenta como “Triunfo”.

Esta fase declina con el cisma chino-soviético, pero sobre todo en agosto de 1968 con los tanques rusos en Praga. El prosovietismo que sigue será mucho más marginal, y se refiere ante todo al “campismo”, o sea “la URSS será lo que será pero es una oposición a la prepotencia imperialista”. En esto, hasta los más críticos estábamos de acuerdo. El caso era que “la revolución” que había atravesado la historia social del siglo XX, solamente se había instalado en países que la ganaron para escapar al colonialismo y al atraso.

El caso es que la mayor aventura revolucionaria no-capitalista concluye en los últimos días de diciembre de 1991. El mundo asistió asombrado ante lo que se vendía como una “liberación” aunque mayormente era un desastre. El evento tuvo lugar a las 12 de la noche del último día del año. En aquel momento se arriaba la bandera de la URSS y en su lugar, desde el propio Kremlin, se izaba la bandera de la Rusia “eterna”, en realidad, de otros zares. La gente del pueblo ruso, así como la de los otros países mal llamados socialistas, sabían que aquello no era lo que decía ser. Recordemos una vez más la magistral frase del camarada Rudi Dutschke: en el “socialismo real” hay muchas realidades, pero ninguna de ellas es el socialismo. Entonces, en la prensa se debatía sobre modelos alternativos, y se hablaba de ofertas diferentes como sí se tratara de escoger prendas en unos grandes almacenes. Lo más habitual era que se optará por el modelo sueco o el suizo, que eran los que también tuvo más éxitos aquí en el tardofranquismo y después. Poca gente sabía entonces que estos modelos iniciaban una cuenta atrás.

Entre otras cosas porque las luchas sociales habían remitido, la socialdemocracia había ido apartándose de su base social, pero sobre todo porque, una vez desaparecida la URSS y con ella “el comunismo”, los poderosos del mundo se olvidaron de pasados miedos a la revolución, y comenzaron su “revolución conservadora”, y en esas estamos, solo que ahora en un tramo mucho más evidente. Ni que decir tiene que esta derrota fue acompañada por una furiosa campaña denigratoria cuya base argumental era que el estalinismo era la única medida de la experiencia.

La revolución, el colectivismo, las luchas sociales, la utopía, las escuelas socialistas, todo entraban en el mismo saco, y bajo el alud propagandístico quedaba el mensaje primordial. Aquí lo ilustraron hasta la náusea con un chistecito reaccionario: el del minusválido que va a Lourdes con la esperanza de que Jesús hiciera el milagro, pero que en el momento más álgido se ve arrollado por una muchedumbre enloquecida, y entonces reza:”Virgencita, virgencita, ¡que me quede como estoy¡”. A mi la broma me recordaba aquel 11 de septiembre de 1977 en Barcelona, cuando los amigos y amigas de la Coordinadora de Discapacitados se peleó por ocupar el proscenio con su pancarta. Cuando se acabó la lucha se quedaron aislados, sin soñar con Lourdes, y sujetos a toda clase de atropellos, el último por uno de los hombres más próximos al Rey.

Ha pasado el tiempo, y está claro que no hay milagros que valgan, pero los discapacitados hacían muy bien con soñar utopías aunque solamente fuese para luchar por su propia autoestima como colectivo. Igualmente queda claro que la experiencia soviética fue a pesar de todos los pesares, positiva. Los desastres del estalinismo no fueron productos de la revolución, sino victorias reaccionarias. En primer lugar del imperialismo que con una guerra civil aniquiladora y con un cerco permanente, logró destrozar las ya miserables condiciones objetivas existentes al final de una “Gran Guerra” que se había cebado con la vieja Rusia. Fue una victoria de las antiguas castas burocráticas que poseían la vieja cultura administrativa y que pudieron reciclarse en la “nomenclatura” ahora como “auténticos marxistas-leninistas”; eran los mismos que en 1991 aparecieron como feroces anticomunistas, y como primeros candidatos en la carrera de las privatizaciones. También lo fue de las tradiciones patrióticas y religiosas que subsistían bajo otras banderas, y lo había sido de una camarilla de funcionarios que habían hecho la revolución para lograr una promoción social que el zarismo les negaba…

A pesar de todos estos pesares, las diferencias socioeconómicas entre los Estados Unidos y la Rusia soviética eran en 1917 alrededor de 25 más; en 1991 las diferencias se habían acortado a 5 por 1. Durante mucho tiempo, el modelo de desarrollo económico sin propiedad privada y mediante la planificación económica había llevado a la URSS a ser la segunda potencia mundial. Incluso se permitió soñar un adelanto del ultracapitalismo norteamericano allá por los años sesenta. Sobre este aspecto vale la pena registrar un libro reciente Abundancia roja: Sueño y utopía en la URSS, obra de Francis Spufford (1964), que ha sido traducido por Turner (Madrid, 2011), ha sido finalista del Orwell Prize de literatura política, sobre el incluyo como anexo la entrevista que le hicieron en el diario Público (11-12-2011) con las iniciales C.R.

Y como –presumiblemente- este artículo suscitará cierto debate, dejamos aquí las cosas.

Anexo.

¿Tenían motivos los rusos para ser optimistas con el futuro o era sólo una ilusión?
Fue una ilusión creer que la URSS podría alcanzar alguna vez el estado de abundancia rebosante prometido por un enloquecido Jruchov para el año 1980. Era imposible por muchas razones. Pero el optimismo que describo, el que sentía la gente entre finales de los cincuenta y principios de los sesenta, tenía sentido entonces, tanto a nivel psicológico como en términos de su propia experiencia real. Habían pasado por décadas de sufrimiento, y de pronto su mundo se había transformado. Tenían ropas nuevas, nuevos pisos en los que vivir; no tenían mucho en comparación con los estándares de hoy, pero eran más ricos de lo que habían sido nunca. En los años cincuenta la URSS creció más rápido que ninguna otra economía del planeta a excepción de Japón, tan rápido como China ahora, y su población cató finalmente un poco de la buena vida que le habían prometido. Así que estaban dispuestos a creer, sin renunciar a las ironías y el escepticismo, en el sueño de Jruchov, aunque fuera durante un rato. Estaban orgullosos de su versión de los tiempos modernos. Hay que recordar que los ciudadanos soviéticos no estaban en posición de comparar sus vidas con las de otros países. Con el optimismo, uno siempre tiene que preguntar: ¿optimista comparado con qué? En este caso, los rusos eran optimistas en comparación con su propio pasado.

El humor de su libro está muy lejos de las clásicas novelas y biografías depresivas sobre la URSS en el siglo XX.
Bueno, espero no haberme pasado demasiado con el buen humor, porque en ciertos aspectos la URSS era una sociedad terrible, construida sobre la crueldad y un gigantesco esfuerzo humano. Ese oscuro panorama se encuentra fuera de campo. Quería centrar la atención en la autoconfianza de la era Jruchov. En la sensación de aquel tiempo, ahora olvidado, de que la ciencia, la audacia y la juventud estaban del lado del país que envió a Gagarin al espacio. También quería hacer justicia al idealismo que persistió tan extrañamente en la sociedad soviética, a pesar de todo, hasta los tiempos de Gorbachov. Idealismo que vacunó al país de convertirse simplemente en el lugar de los horrores cínicos. No creo que la historia de la URSS tenga sentido si no se acepta que el país continuó siendo, para algunos, un proyecto de futuro. Esperanza ensangrentada, esperanza grotesca y esperanza absurda, si se quiere, pero esperanza al fin y al cabo. La historia soviética oficial distorsionó la verdad retirando la oscuridad de la fotografía, pero corremos el riesgo de caer en la distorsión contraria si todo lo que recordamos es esa oscuridad. Por todas esas razones, sabía que necesitaba un tono de voz muy diferente de los habituales reportajes sombríos que parecen salidos de un laboratorio patológico. Dice que "quiere que el lector se ría, pero sin sentirse cómodo". Me refería a que el libro es una comedia económica donde deberíamos reconocernos a nosotros mismos, aquí y ahora. Lo que sucedió fue que un sistema que la gente creía que era racional, ilustrado e inevitable les acabó mordiendo el culo. La moral de esto no es: "Oh, estos ridículos comunistas". La moral es: "¡Cuidado con los sistemas económicos que se autoproclaman infalibles!". Esto debería ser fácil de entender para todos nosotros, ahora que los dientes capitalistas están hundidos sobre nuestros traseros.

¿Qué opina de la economía planificada?
Puede que la economía planificada de la era Jruchov no funcionara. Puede que no lograra que la industria soviética proporcionara el bienestar a sus ciudadanos, que no transformara la economía del acero y el cemento en la sociedad del software, que no entregara, en definitiva, el sueño de Jruchov. Quizás las inteligentes reformas propuestas por los economistas cibernéticos habrían hecho las cosas peor, no mejor. Pero esto no significa que se haya acabado para siempre la opción de una economía planificada. Parte del trabajo matemático hecho por la URSS era genuinamente brillante y puede dar mejores resultados que el mercado. Mi intuición es que volveremos a oír hablar de la economía planificada la próxima vez que la humanidad haga un esfuerzo intelectual serio en pensar alternativas económicas. La historia aún no se ha acabado. Yo creo que la economía planificada volverá a surgir en unos años. Mis razones:

  1. Vivimos en una época de crisis en la que algunas materias primas son escasas, las personas no encuentran trabajo y el planeta se deteriora progresivamente. La falta de regulación en la economía está llevando a que se agraven estos tres problemas y, además, a que se desmonte la economía productiva (agricultura, fabricación, educación, sanidad...) para financiar una economía especulativa basada en crear burbujas que acaban por explotar. Sólo una economía planificada puede frenar el derroche de los recursos, anteponer el trabajo de todos al beneficio de unos pocos y parar el deterioro ambiental.
  2. En estos tiempos de escasez se está observando como la economía de mercado es incompatible con la democracia. Los poderes económicos están entrometiéndose en los asuntos políticos como nunca habían hecho. Alrededor del mundo se suceden los gobiernos de tecnócratas (que no necesitan pasar por unas elecciones libres) y las políticas de desmantelamiento del estado del bienestar (que no están en los programas de los partidos que las llevan a cabo). Por ejemplo, si el pueblo quiere que se garantice el derecho a una vivienda digna y que no haya desahucios, las autoridades legislan para que la vivienda siga siendo un producto con el que especular y los desahucios sean más sencillos. ¿Acaso no es necesario que exista una democracia económica para que exista una democracia completa? ¿Acaso puede haber democracia si la sociedad no puede decidir la orientación de la economía?

El problema es que, en la época de bonanza económica que acabó hace unos años, sobró egoísmo y búsqueda de un pelotazo y faltó reflexión y crítica al sistema que se estaba imponiendo. Durante décadas han faltado defensores de la planificación económica y las consignas que asocian mercado con libertad y planificación con dictadura se han adueñado de la mayoría de las mentes

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