Cine y Politica

Jueves 5 de enero de 2012, por elecciones

Pepe Gutiérrez-Álvarez

Normalmente, el cine ha estado por delante en las ideas. Incluso en el cine comercial ha sido posible producir películas abiertamente inconformistas, y sobran las muestras en los géneros populares por excelencia: el “thriller”, las “aventuras” y el “western”. Cuando la “caza de bruja” cortó las alas al primero, este cine inconformista se refugió en buena medida en el “western” que acogió temática sociales complejas y avanzadas de la mano del último John Ford, Anthony Mann, John Sturges, hasta culminar en autores como Richard Brooks, singularmente en Los profesionales (The Professionals, USA, 1966), seguramente la mayor apología que Hollywood hiciera nunca a la revolución amén de un canto a la resistencia vietnamita…

Esta actitud de avanzada (en general), se hizo más evidente aquí bajo el franquismo, cuando el neorrealismo y el cine “liberal” norteamericano consiguieron insuflarnos unos aires de libertad y solidaridad hasta en las plateas, y todo ello a pesar de la tenaz resistencia de la censura. Es más, se puede decir que el mejor cine antifranquista se realizó bajo la dictadura con películas como La muerte de un ciclista, Plácido, Calle Mayor, La caza, etcétera. Una de las evidencias del ambiente de mediocridad que acompañó la Transición, ha sido la cobardía y la superficialidad predominante en el cine hispano en los últimos tiempos.

No hay que decir que este tipo de cine eminentemente crítico fue posible ante todo abordando historias muy generales, y solo muy ocasionalmente fue posible en coyunturas de crisis como la que dio lugar al llamado “cine político” de los años sesenta-setenta, y del que el greco-francés Constantin Costa-Gravas fue el más firme representante. Este cine era político sentido que lo son las huelgas y las manifestaciones, se llaman así porque rompen las vidrieras de la “normalidad2, aunque es de todos sabido que la derecha siempre ha hecho un cine político haciendo sus apologías de la dominación establecida.

Resulta harto sintomático que Hollywood haya mostrado tan poco interés por la revolución de 1776, y por los grandes episodios sociales de su país. Tuvo que ser un británico (el pésimo Hugo Hudson) el que nos ofreciera un a ambiciosa (y fallida) evocación del espíritu de 1776 en Revolution (19859, una producción anglonoruega que, como Viejo gringo (Old Gringo, 1989), tenían la intencionalidad de romper una lanza a favor de la revolución sandinista sobre la cual Hollywood empero produjo al menos un alegato valioso: Bajo el fuego (Under fire, 1983). Historias como las de Joe Hill o las de Saco-Vanzetti tuvieron que ser abordadas desde suecia y desde Italia, respectivamente.

Desde el Hollywood oficial siempre ha habido una actitud servil hacia las autoridades reconocidas. Con la excepción de Abraham Lincoln, sobre el que Robert Redford acaba de realizar una inquietante aproximación histórica con La conspiración (y sobre el que Spielberg prepara un “biopic” con Daniel Day Lewis lo que puede ser una buen indicio), un personaje que ha generado algunas buenas películas que, no obstante, raramente se han aproximado a la cuestión racial (entre otras cosas porque hollywood ha tenido pánico a tratar de frente el asunto del esclavismo), el cine norteamericana apenas si ha producido películas críticas sobre los habitantes de la Casa Blanca. Habría mucho que hablar sobre los retratos efectuados por el desconcertante Oliver Stone, sí bien su retrato de Nixon contiene al menos una aproximación a una parte oscura, una pequeña rendija en una cueva siniestra sobre la que a lo máximo el cine se ha permitido alguna que otra ironía, como en el caso de Primary colors, de Mike Nichols, donde la señora Clinton aparece como una “progre” simpática encarnada por la estupenda Emma Thompson.

No hay más que ver como un hecho histórico como el de Hiroshima y Nagasaki, que ha pasado a la historia al mismo nivel que Auschwitz y Kolima, fue justificado por Hollywood que produjo, entre otras más, una película tan siniestra como El gran secreto (Above and Beyond, USA, 1952), que se presenta como una crónica “objetiva” de la Operación Bandeja de plata (uso de la bomba atómica), aunque es más un biopic de un personaje, un tal Paul Tibbets, el hombre encargado de pulsar el botón encarnado aquí por un apuesto Robert Taylor, muy lejos de sus papeles ambiguos en el “thriller” y en el “western”. Este tipo arrojaría la bomba atómica sobre la ciudad japonesa de Hiroshima el 6 de agosto de 1945, siguiendo las órdenes del presidente norteamericano Harry Truman, al que, al igual que Kissinger, los medios jamás incluyen entre los grandes matarifes de la historia del siglo XX.

Otra página que merecería una atención es la del cine sobre los Kennedy que suele tomar como referente el rey Arturo y Camelot, el mejor de todos los reyes por el simple hecho de que fue soñado, y nunca existió.

Incluso en las épocas más progresistas, Hollywood se aproximó de rodillas a algunos de sus ocupantes como Woodrow Wilson, presentado como un antecesor de Franklin D. Roosevelt en Wilson (1944), de Henry King y presentado con fondo de violines en Un destino de una mujer (19479, la historia de Katie (la franquista Loretta Young) una mujer de origen sueco, abandona la granja de su padre rumbo a la gran ciudad. Allí se emplea como sirvienta en la casa del congresista Glen Morley, y a fuerza de tesón pronto llega a triunfar en política, logrando un puesto en Washington dentro del Congreso. Este ascenso personal está presentado como una muestra del avance social de las norteamericanas como si el triunfo personal de una mujer entre los poderosos fuera de por sí, una manifestación del avance social y político de las mujeres cuando, en realidad, puede significar justo lo contrario y el ejemplo de Margaret Thatcher va justo en este último sentido.

Esta y no otra es la tesis básica de La Dama de Hierro, película que se acaba de estrenar. Así la presentan en el “Fotogramas” de enero tanto su protagonista (la muy profesional Meryl Streep quien, por cierto, ya había bordado varios personajes de repulsivas e inquietantes matronas thatcherianas en películas como el “remake” de El mensajero del miedo o Leones o cordero), y su realizadora, Phyllida Lloyd cuya película anterior fue Mamma mia! con la misma Streep…En su reseña, Noel Ceballos comienza recordando: “¿Cuándo te vas a morir?, cantaba Morrissey en Margaret on the Guillotine, haciéndose eco del sentir general de un país que se sentía ahogado bajo el thatcherismo, ese guante de seda forjado en hierro. Meryl Streep ha tenido que bregar con toda una tradición de sátiras feroces y canciones protesta para entregar su versión del monstruo colectivo: una suerte de Ricardo III con dientes postizos, collar de perlas y peinado bouffant, una esfinge inquietante consumida por su sueño de una nación de tenderos y soldados. La actriz está más allá del elogio en una interpretación compleja, llena de matices significativos y con espacio para el misterio.”Ceballos puntúa muy bien la película aunque lamenta que “los horrores del thatcherismo quedan en segundo plano”.

Es mejor seguir las líneas escritas por Carlos Prieto en “Público”, que al final de su reseña recuerda que “La cinta también se esfuerza en resaltar las raíces obreras de Thatcher. Sus orígenes humildes pesan más que su paso por el establishment, parece querer decirnos la directora al mostrarnos a Thatcher comprando leche en el supermercado. Como buena hija de tendero, Margaret nunca ignoró los precios de los artículos de primera necesidad. La que sí olvida algo es Phyllida Lloyd. Por ejemplo, el dato más revelador sobre la turbia relación entre el thatcherismo y la leche: siendo ministra de Educación durante el Gobierno de Edward Heath (1970-1974), Thatcher se tomó tan a pecho los recortes que el Estado dejó de pagar la leche escolar a los niños entre 7 y 11 años. Se ganó entonces el mote de robaleches, el odio de miles de británicos y el inicio de su leyenda negra.”

Está claro que el Mal en términos extremos no tiene porque ser una exclusiva masculina, y el ejemplo de Margaret Thatcher viene a demostrar que, al servir a las peores causas posibles, una mujer puede ser igual o incluso peor que el peor de los hombres. También lo está el hecho de que los conservadores británicos parecen tener bula, y hay muy poco cine que nos recuerden su papel como paladines del “totalitarismo” colonial (la madre de todos los “totalitarismos”), sus complicidades con el fascismo, del mismísimo Churchill con el franquismo. Esto explica que la película no diga nada del noviazgo de la señora Thatcher con Pinochet, y es que sobre este punto como sobre otros, la verdad hay que buscarla en las mejores películas de Ken Loach (Agenda oculta, Riff Raff, o Lloviendo piedras, etc), Mike Leigh, Stephen Frears y otros, así como en documentales como el que Humberto solanas dedicó al “caso Pinochet”.

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