Madrid minera, capital de la gloria

Miércoles 11 de julio de 2012, por Mar

Pepe Gutiérrez-Álvarez

Las escenas de la marcha minera, su paso y su acogida por los pueblos. Las imágenes de las batallas callejeras con esas fuerzas del orden tan aguerridas con los trabajadores, aquellas que antaño ponían en su casernas “Todo por la patria”. Por cierto, ¿ahora qué ponen?, ¿“Todo por la Banca”? Señores que han roto con su condición y que todavía no han puesto ni una miserable multa de tráfico a los campeones de la corrupción reinante, nos están devolviendo la memoria social. Una memoria, una conciencia que nunca debimos perder.

Una memoria obrera que, por cierto, tiene al menos dos grandes deudas con los mineros de Asturias. Para mi generación, la más cercana es obviamente la del 62, en una época en la que cuando una voz decía de protestar habían muchas más que decía “Eso es inútil, muchacho. No te busques problemas”.

Para la mayoría, eso de las huelgas y de las luchas eran cosas “de antes de la guerra”. Se dice que ahora resulta muy difícil poner en pie un movimiento, está claro. Pero antes lo era bastante más, pienso yo. En los años sesenta, el discurso dominante era que el tiempo del pan y cebolla, de las alpargatas, quedaban lejos. No solamente lo decían los voceros del sistema, también lo hacían muchos revolucionarios. Por ejemplo, hijos de exiliados que hacían su periplo, y no veían lo que le habían contado sus padres. Se encontraban con sumisión, pero también con un auge del consumismo. Por otro lado, en aquel entonces, lo primero que hacía un patrón al primer brote de huelga, era llamar a la policía, y venían.

Sin embargo, aquella huelga minera hizo que rebrotarán las voces de los restos de exilio interior, de lo que tiempo atrás habían sido “obreros conscientes”. Ya no se trataba de la lejana huelga de tranvías de Barcelona, una década atrás, la última lucha de la vieja clase obrera, y el primer encuentro entre obreros y estudiantes que dejó una huella que se retomaría quince años más tarde.

Obviamente, esta es otra época, pero en lo que refiere a la conciencia social, posiblemente haya sido más devastadora que la victoria franquista. Aquella fue una derrota a sangre y fuego, vencieron pero desde luego no convencieron, aunque mucha gente, la mayoría, se adaptó pensando que “no había nada que hacer”. No hace apenas nada que la idea predominante entre los jóvenes trabajadores era que lo de la lucha y los sacrificios, eran cosas de otros tiempos. De sus padres o de sus abuelos, y no querían que “les complicaran la vida”. Si la generación anterior había traicionado por una piscina y por la aventura de unas buenas vacaciones, no iban a ser ellos lo que iban a arreglar las cosas. De Asturias, el retrato que nos llegaba era el de la notable película de Javier Maula, Carne de gallina, la de trabajadores en busca de una pensión, sin más perspectiva que le de pagar las hipotecas aunque sea con la pensión del viejo minero que todavía quería cardar, un retrato felipista que se reconocía tan veraz como desolador.

No hace tanto que los funcionarios sindicales firmaban toda y toda cada una de las derrotas que han dejado al sindicalismo al borde mismo del suicidio final. En las últimas décadas, el escenario sindical fue ocupado por personajes como Hidalgo y CIA, gente que se creían parte de instituciones tan loables como la propia monarquía. Obviamente, entre ellos se colaron no pocos viejos combatientes, amigos de antaño que ahora te respondían que “vivían muy bien”, y que bromeaban sobre los “talibanes”, los sectarios irreductibles que no se han enterado que el tiempo de la pasión política había pasado, que ahora eran tiempos de gestión. Uno de ellos –Josep Ramoneda-, viejo cuadro del PSUC, los representó cuando dijo “Menos mal que no ganamos”. Ahora ya no dice lo mismo.

Las últimas escenas de luchas audaces, de marchas por la dignidad, las vimos a finales del siglo pasado con los trabajadores de Sintel, con documentales tan notables como El efecto Iguazú, y 200 Km, que tendrían que ser distribuidos en fábricas y escuelas, proyectados por toda clase de entidades. Pero aquello era todavía parte de un largo epílogo de la vieja clase obrera que quería vender cara su piel, que no se había rendido, y que escupía sobre los hidalgos. Luego, en lo que se refiere a luchas obreras con la misma alteza de miras, pareció que no había nada. Luego nada, más nada, pero eso no podía seguir así.

La lucha de clases seguía, solamente que la llevaban adelante esos enfermos que, por decirlo con palabras de Gilbert K. Chesterton, son lo suficiente listos como para hacerse ricos, y lo suficientemente estúpidos para creer que eso es importante. Primero se fueron imponiendo por consenso, gradualmente, con la sonrisa de Zapatero, un gradualismo que nos dejó desarmados, hasta que llegó la llamada crisis, y ahora lo hacen cada viernes y hasta el final de la legislatura. Ahora todos somos de una manera u otra, mineros.

Estamos indignados, no faltaba más. No pasa día sin que alguien de nuestro entorno sea víctima de un recorte; la última, una pareja de conocidos. Ella se va de buena mañana a fregar y vuelva a las 19 h, él, con una enfermedad terminal queda solo durante todo ese tiempo. Con el sueldo de ella, no tuvo derecho a una ayuda, ahora no pueden pagar ni la casa. Estas cosas y otras están inflando el ambiente. Valga un detalle, estoy en la cola de la panadería, y me encuentro un viejo conocido. “¿Te has jubilado ya?”, le pregunto. “Sí, a duras penas”, me responde. “Pues, aprovecha lo que puedas hasta que te lleguen los del Banco”, le digo. Al marcharme minutos después, la cola se había encrespado con más comentarios. Mientras marchaba escuchaba palabras como “corrupción”, “políticos y banqueros”, etcétera. Sin embargo…

Sin embargo, con indignaciones individualizadas o parcializadas, el sistema puede seguir funcionando hasta el fin de los tiempos. Mucha gente indignada espera un milagro, el final del túnel y cosas así, no se lo cree, pero se lo cree. Tampoco ve perspectivas, en apariencia no se mueven muchas cosas, mucho más que hace poco más de un año, pero todavía la cosa no cuaja. La vieja clase obrera, todavía sigue atada al sindicalismo de “negociación” (¿qué dientes se puede negociar sin movilizar?), del otro, los indignados. Cuando nos encontramos en una de ellas, los de siempre nos preguntamos, ¿dónde está la clase obrera? ¿Dónde están los indignados? Pero no son la nieve y el fuego, ambas partes estaban en Madrid para recibir la lección de los mineros.

Como ayer, como antes de ayer, en 1962, y antes en 1934, cuando Asturias escribió la página más luminosa de nuestro movimiento obrero. La del UHP, como recordó tan oportunamente Jaime Pastor en el acto de recibimiento a la comitiva minera. El UHP era la respuesta, la unión de todos los trabajadores y de toda la izquierda contra el fascismo, por la democracia de los trabajadores. No pudo ser, sobre todo porque con la excepción de una minoría. Profética (el BOC y la que luego formarían el POUM), cada partido y grupo se enfeudó en sus propios proyectos. Con todo, el UHP fue una luz, sin el ejemplo de Asturias, la respuesta de las masas trabajadoras al golpe militar-fascista no se habría dado. Habría sido como en Alemania, como en Austria donde la resistencia fue importante pero tardía y focalizada, como en Francia, y luego vino lo peor de lo peor: la Segunda Guerra Mundial.

Esta huelga y esta marcha minera a Madrid, aparece en una secuencia distinta a la de los trabajadores de Sintel. Ahora la situación es peor de lo que se esperaba, y luchar es la única alternativa posible. Luchar fuera de los tinglados institucionales donde todo se negocia. No hay día en que los poderes establecidos no nos den un motivo más para recuperar la iniciativa. El movimiento obrero que había permanecido colonizado por la socialmediocridad, ha vuelto a demostrar que no es un enano. Que cuando se lo propone es un gigante. Y es que, como siempre, la palabra crisis puede tener una doble lectura. Puede leerse como un desastre social que nos tocará penar, esa es la que nos venden los medios. La otra es la de un nuevo comienzo de luchas por nuevos objetivos, y para darle la vuelta, necesitamos al movimiento obrero. Un movimiento obrero como el de esos mineros que han vuelto a convertir a Madrid en capital de la gloria, la que glosa Juan Eduardo Zúñiga en una de sus grandes novelas.

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