Los libros de la revolución. Un paseo particular por el activismo editorial de los 60-70

Viernes 18 de enero de 2013, por Mar

Pepe Gutiérrez-Álvarez

De alguna manera, la emergencia de “La Cosecha Roja”, la “editorial” virtual de Kaosenlared, conecta con las memorias de una historia que tiene una dimensión especialmente atractiva para la militancia con inquietudes culturales. Inquietudes que por principio, tenía que forma parte de toda actividad por modesta que sea. Después del socavón que supieron las últimas décadas del siglo pasado, que fueron malos tiempos para la lírica y para la gente que no veía ningún motivo de alegría en la victoria del neoliberalismo, más bien todo lo contrario. Sin embargo, aunque muchos perdieron el norte y se acomodaron, lo cierto es que apenas una década después de la célebre caída del muro de Berlín (cierto, se han levantado otros no menos ignominioso, pero ningún se ha levantado en nombre del “socialismo”), los movimientos volvieron a resurgir, poco a poco, pero el ritmo de recuperación se ha acelerado en los últimos tiempos. Son muchas las muestras, pero una de ellas ha sido la proliferación de editoriales inconformistas, el paisaje pues, ha cambiado. Aún así, las dificultades son enormes, a la crisis general hay que sumarle la propia del libro. Está Internet con todas sus contradicciones, sus espacios libres y sus riesgos de banalización. También se señala que las nuevas generaciones leen menos. La consecuencia son editoriales instaladas en la crisis que muchas veces tienen que cerrar porque además no tienen lo que sí existió en los setenta: redes sociales en la que se “colocaban” los libros, también gente con la suficiente calderilla para comprarlos. Esta es una larga discusión que nos conecta con una de las actividades de todos los movimientos, la del conocimiento y la discusión, un terreno en el que los libros y las editoriales juegan un papel capital.

En nuestros lares, esta tradición que busca el encuentro entre la cultura y el pueblo ha sido desde siempre uno de los trazos más comunes del republicanismo en general, y del movimiento obrero español en particular, fue el de su apuesta apasionada por la escuela y la despensa, contra el analfabetismo y el peso del oscurantismo entre las masas. Esta apuesta por la extensión de la cultura como sinónimo de libertad y de autonomía tuvo su máxima expresión en la descomunal labor desarrollada por el movimiento libertario. Aquí podemos encontrar ejemplos tan intensivos como el que representaron la singular pareja formada por Juan Montseny quien decía que había que introducir los libros anarquistas hasta donde la Iglesia había llevado sus más recóndita ermitas, y por Teresa Mañé, continuada por su hija, Federica Montseny. Este combate que venía de lejos, comenzó a dar resultados palpables sobre todo en la segunda mitad de los años veinte, cuando se da un formidable encuentro entre el pueblo y la cultura, y producto del cual será el “obrero consciente”, pieza central –y raramente reconocida desde la historiografía liberal- en la odisea democrática y social española de los años treinta, y de toda la resistencia ulterior.

A principios de los años treinta se editaban más de dos mil libros por año, el doble de los que se hacían en 1923. En 1934 son ya casi cuatro mil, y con una presencia cada vez más creciente de una variada izquierda militante. Esta página no se podría escribir sin la CNT por supuesto, pero tampoco sin destacar las aportaciones de la oposición comunista. No en vano parte de sus personalidades más reconocidas como Juan Andrade, Julián Gorkin, Andreu Nin, Joaquín Maurín o (más calladamente) María Teresa García Banús, que se distinguieron por sus fructuosas relaciones con el mundo de las ediciones en todas sus vertientes. Nin es harto reconocido como traductor de los clásicos rusos (Tolstói, Dostoievski, Pilniak, amén de Lenin y claro está, Trotsky). Aunque menos conocidos, Juan Andrade, Julián Gorkin y Mª Teresa García Banús fueron responsables de la pródiga labor en este terreno, y todos ellos serán también autores de reconocidos (y en muchos casos, desconocidos) trabajos que abarcan tanto la acción política como la cultural. Entre finales de los años veinte y mitad de los treinta, se produce una labor editorial que en pocos casos sobrepasa la francesa. Estas aportaciones resultaron fundamentales décadas más tarde, en los años sesenta-setenta cuando se produjeron toda clase de reediciones de clásicos del socialismo (1).

Como es sabido, este combate por la cultura social y participativa se mantuvo como una de las señas de identidad de la República la “Republica de los libros”), incluso en las trincheras. De ahí que en el momento de la Victoria franquista, la llamada España nacional llevara a cabo una labor sistemática por borrar todas las huellas de cultura republicana y obrerista, su odio a “la rebelión de las masas” era tal que el mero hecho de que una persona trabajadora tuviese libros en su casa la convertía en suspecta de “auxilio a la rebelión armada”. Eso explica que en la mitad de los años setenta, mi barbero se tomara muy serio advertirme de que no fuera tan ufano con mis libros debajo del brazo; me podía costar muy caro.

En 1939 se puede hablar de un verdadero Fahrenheit. Al igual que los nazis, los falangistas quemaron todo lo que quisieron. En los años más oscuros, el franquismo aplicó su mayor furor represivo contra los resistentes, pero también contra maestros e intelectuales. El miedo a la cultura fue una de las características más persistentes del régimen que hasta el final no dejó de ejercer una censura sistemática, obviamente cada vez menos eficaz.

En la medida de sus pocas posibilidades, la izquierda antifranquista trató de mantener la llama cultural, del libre pensamiento, de mil maneras diferentes. A veces a la manera de la conocida obra de Ray Bradbury, guardando ejemplares para difundir, y hubo sobrevivientes que hicieron de esta difusión su principal cometido…En el exilio fueron numerosas las editoriales creadas desde el exilio en América Latina, valgan como ejemplos los casos de Losada, del Fondo de Cultura Económica y sobre todo, de la mexicana ERA, la más abierta a las heterodoxias, y especialmente activa en los años setenta. Está por estudiar el enorme esfuerzo cenetista en algunos países de América Latina y en Francia, pero un primer repaso de existencias nos indican que fueron especialmente prolíficos editando en condiciones muy difíciles sus aportaciones clásicas y presentes que creían más necesarias. Todos los libros prohibidos se comenzaron a difundir ilegalmente a través de los dobles fondos de librerías “progres” y/o de libreros de segunda mano, que ya sabían a quien vendérselos.

Sin duda la aventura editorial más audaz y más determinante del exilio fue la del libertario Pepe Martínez, el “alma mater” de Ruedo Ibérico, empresa titánica que tuvo una importante conexión inicial con el no menos legendario François Maspero, uno de los jóvenes comunistas que rompieron en carnet con la revolución húngara de 1956, y cuya imponente trayectoria editorial vendrá marcada por un compromiso “libertario” en el sentido más pleno y auténtico de un término que cuesta más practicar que enunciar.

Esta historia no se debe de escribir sin hacer una referencia a “La Joie de Lire”, situada en la rue Saint-Séverin, justo en la entrada del Quartier Latin, donde se encontraba “de todo”, en especial los “Cahiers Rouge”, la parte más divulgativa del potente combate editorial marxista revolucionario, y sobre los que se ofrece un breve y acertado apunte en unas escenas de la película Salvador (Puig Antich).

Ruedo Ibérico tuvo la virtud y la capacidad de atender y de alimentar una potente demanda, de producir una revista y una extensa colección de libros prohibidos que la distribuidora informa del Ruedo Ibérico conseguía que atravesaran rocambolescamente la frontera gracias a algunos de los vástagos subversivos de ciertos jerarcas del régimen. Ruedo incluso obligó a Fraga Iribarne a una apertura a partir de la segunda mitad de los años sesenta, en un momento en el que la “subversión” en las universidades estaba ya conectando con partes importantes de la juventud obrera. Todo esto sucedía también en una época en la que se estaba desarrollando otra pequeña “revolución”, la del libro de bolsillo, y las colecciones con rotunda vocación por la pasión política, cobraban vida hasta en las editoriales en principio más conservadoras como Alianza o Planeta.

Este alimento cultural militante se convertirá en uno de los elementos privilegiados de una joven resistencia que comienza a tener buenas bibliotecas. El “libro político” aparecía un poco por todas partes, el autor de estas líneas recuerda como estos copaban una parte destacada de los kioscos de las Ramblas de Barcelona. Se ha dicho que estos libros actuaron como “caballo de Troya” en la ya casi descompuesta base social de la dictadura. Esto sucedía en una época en la que flamantes renegados como Daniel Bell, por entonces convertido en “gurú” neoconservador, e intelectuales franquistas como Gonzalo de la Mora, estaban dictaminando sobre el “crepúsculo de los ideologías”, ambos se equivocaron tanto como los que recientemente dictaminaron el final de “la pasión política”.

Este fenómeno editorial resultaba además coincidente con una época de vindicación de casi todas las heterodoxias. De ahí que no fuese casualidad que Ruedo Ibérico se hiciera el abanderado del anarquismo, y por extensión del POUM, y del rescatado Trotsky (del que llegó a programar unas “Obras” que abarcaba un buen número de volúmenes aunque se quedó a mitad de camino). Lo mismo sucede entre las editoriales emergentes que luchan (a veces a vida o muerte ya que la censura no solamente podía arruinar una edición, también podía mandar a pique la empresa, e incluso encarcelar al editor, aunque este raramente sucedió) en el interior y dentro la legalidad vigente.

También cabría hablar de las esforzadas editoriales catalanas bilingües que editan tanto en castellano como en catalán, este fue el caso de Edició de Materials que traduce el Stalin, de Isaac Deutscher o el Hungría, 1956; socialismo y libertad, de François Fetjö, sin olvidar autores tercermundista como Frantz Fanon, Ben Barka o la autobiografía de Malcom X. Esta línea heterodoxa fue especialmente significada entre algunas editoriales ligadas al cristianismo de base, punto de partida de Nova Terra, que editó buena parte de las aportaciones críticas de lo luego se llamaría la “nueva izquierda” (André Gorz, Pierre Naville, Serge Mallet), y que publica en 1970 Proceso al desafío americano, de Ernest Mandel. En este espacio, resulta singular un episodio como el de Zero-ZYX que busca sus lectores en los movimientos. ZYX comienza apostando por los cristianos inconformistas, pero que termina publicando a autores de todas las izquierdas: Máximo Gorki, Julián Besteiro, Juan Gómez Casas, y un listado singularmente prolífico en los años setenta. Por su amplitud y variedad, la actividad de esta editorial desarrollada al compás de un proyecto militante, merecería ser reconocida y estudiada.

Dentro de este abigarrado entramado de editoriales, nos encontramos con una que será usualmente identificada con la corriente mal llamada “trotskista”. Se trata de Fontamara, nombre tomado de la inmortal novela de Ignazio Silone, y que fue creada por Emili Olcina, de adscripción consejista, Rafael Argullol, ligado entonces al PSUC, y Lluís Basset (el periodista de El País). El ideario se hizo presente con Lucho, un exiliado chileno de Pinochet, y con José Eugenio Stoute, panameño y destacado militante universitario de la Liga. Situada en un piso del Carrer d’Entença de Barcelona, a dos pasos de la Modelo, Fontamara mantuvo desde sus inicios su vocación por la literatura más refinada (apartado sobre el que ya cabría un buen estudio), pero pronto se abrió de par en par al legado marxista en general y trotskiano en particular. Desde el entusiasmo clandestino, la militancia la llamaba “putamara” (putamadre en catalán).

Con Stoute ingresó también la militante valenciana Yolanda Marcos, responsable del potente apartado feminista que supuso en aquel momento la primera “puesta al día” del legado tanto en cuanto a autoras y/o autores clásicos (August Bebel, Alejandra Kollontaï o Flora Tristán), como par la traducción de las mejores aportaciones feministas del Socialist Worker Party (SWP), de autores como Evelyn Reed (La evolución de la mujer. Del clan matriarcal a la familia patriarca, Sexo contra sexo o clase contra clase), y Mary-Alice Waters (Marxismo y feminismo), de Jacqueline Heinen, que insistían en la exigencia de recoger las mejores tradiciones para trascenderla, sin olvidar las resoluciones de la IV Internacional al respecto…Durante un tiempo, el peso de las traducciones provenientes de la inquieta editorial del SWP, Pathfinder, es evidente. Se publican los primeros títulos feministas más emblemáticos de este grupo, como en especial de George Novack (Para comprender la historia, Democracia y revolución. Desde los griegos a nuestros días), como parte de una línea general de apertura hacia toda la izquierda radical que tenía algo que decir.

En la segunda mitad de los sesenta, Fontamara será un hervidero de ediciones. Ofrecerá una poderosa veta de clásicos recuperados empezando por Trotsky (se llegó a hablar de la edición de sus “Obras” tal como las publicó Broué en francés), de un proyecto de “Obras” de Andreu Nin en la que se insertaban todos sus títulos importantes más algunas antológicas preparadas por Pelai Pagès presente también en la recuperación de otros poumistas (de Juan Andrade, de los vascos, José María y José Luís Arenillas), un trabajo que se complementa con una valiosa antología de la mítica revista “Comunismo”, referente de otros empeños ulteriores en todas las familias trotskianas. El abanico se extiendió a la polémica entre Karl Kautsky, Edouard, Bernstein, y Rosa Luxemburgo (La doctrina socialista, El socialismo evolucionista y Reforma o revolución, respectivamente), y llega hasta Largo Caballero, Luis Araquistáin. Se trataba de ofrecer “materiales de reflexión” a la militancia, y para ello se trataba de recuperar todos los títulos “heréticos” de interés, autores como Roman Rosdolsky, Los problemas de los pueblos “sin historia”. Esta última fue una obra muy importante que ayudó a ampliar el punto de mira sobre la cuestión de las nacionalidades oprimidas, sobre el que se registran títulos de Andreu Nin y Michael Löwy (con Gérard Haupt). Löwy contribuirá también al reconocimiento del “marxismo olvidado”. En su apogeo, Fontamara –hasta- publica autores comunistas oficiales como Luís Corvalán, pero sobre todo La cuestión comunista, de Enrico Berlinguer, con una primera edición exitosa pero con una segunda ruinosa.

La suma cuartista se extendía al chileno Luis Vitale (La formación social latinoamericana, Interpretación marxista de la historia de Chile, Historia y sociología de la mujer latinoamericana, Historia ecológica de América Latina), Alberto J. Pla (La historia y su método), británicos como Robin Blackburn (El pensamiento político de Karl Marx), Norman Geras (Masas, partidos y revolución. Expresión literaria y teoría marxista), Perry Anderson (Las antinomia de Antonio Gramsci), de una primera y potente aportación a la teoría marxista sobre ecología con La barbarie ecológica, de Harry Rothman, se preparan obras de Broué que, lamentablemente, no llegan a concretarse en parte por las malas relaciones con la corriente a la que éste pertenecía…Dedica una atención especial a la escuela cuartista francesa comenzando por Pierre Frank (El estalinismo), y siguiendo con Daniel Bensaïd (La contrarrevolución burocrática) y Jacques Valier, con los que se acuerda el ambicioso pero con la traducción de cuatro números de “Crítica de la economía política”, la revista de la “Ligue” francesa, provista de un vasto material analítico en la economía y en la filosofía…Especialmente activa fue la colección “Aportes” que seguía el modelo de los libritos de Anagrama, y que, entre otros muchos títulos, editó La cuestión homosexual, de Jean Nicolás, que respondía con audacia a un debate en el que algunos y algunas tenían muchas cosas que decir. En la última fase hay una apuesta por el Ernest Mandel más “militante” (el más “economista” lo publicaba ERA), tratando de convertir cada uno de sus libros en un evento, y en este sentido fue emblemática la presentación multitudinarias de Crítica al eurocomunismo en la Universidad de Barcelona.

Por entonces, Fontamara que había sobrevivido el tardo franquismo con algún que otro percance, como la irrupción de la Brigada Político-Social en la sede con gente detenida y libros requisados (un cargamento que me había costado sudores pasar por la Aduana), todo con la unificación entre LCR y ETA VI como trasfondo. El personal militante de Fontamara, aunque la consecuencia no pasó de la pérdida de un puñado de títulos “editables” que perdieron su oportunidad), como lo fue el estallido final de la otra LCR, la LC, comenzó una cuenta atrás que llevó a su desaparición en medio del estupor generalizado.

A finales de los setenta, intelectuales de la LCR madrileña crearon en Akal la colección “Materiales IV” en la que también se incide en unas “Obras” de León Trotsky que alcanza varios volúmenes. De esta empresa cabe destacar, La era de la revolución permanente, la antológica que realizó George Novack y que en la edición en lengua inglesa contaba con un espléndido prólogo de Isaac Deutscher, y que en la de Akal fue sustituido por otro de…Enrique Tierno Galván. Cabe señalar también la nueva traducción de La Internacional comunista después de Lenin, edición precedida por un elaborado prólogo de Mariano Fernández Enguita quien, junto con Julio Rodríguez Aramberri, tuvo una mayor implicación. Una obra emblemática de esta colaboración fue la de Livio Maitan, El ejército, el partido y las masas en la revolución china, una obra de casi mil páginas que hoy resultaría inabordable.

Desde el área más informal hay que hablar de las “Ediciones Rojas. Cuadernos de Poder Obrero” de formato parecido a los “Cahiers Rouge”, aunque de corte mucho más rudimentario, muy en línea de lo que se solía editar en la clandestinidad. Aunque tuvo la cobertura de la organización, la “empresa” corrió a cargo de un militante germano afincado en Cataluña y conocido como “Paavo” cuyo verdadero nombre era Wolrad Woode y fallecido hace unos pocos años. Durante la primera mitad de los años ochenta, “Paavo” se afincó como campesino en l’Empordà, en una masía en Agullana. Más tarde regresó a Alemania donde se dedicó a la edición con la misma orientación, y Roberto Massari me contaba que se lo encontró en un Congreso Internacional sobre…Charles Fourier.

Entre los cuadernillos publicados había cosas de Trotsky (la Conferencia de Copenhague, El marxismo de nuestro tiempo, El arte de la insurrección, un capítulo de la Historia de la revolución rusa), de Lenin (Los comunistas y el parlamentarismo), de Ernest Mandel (10 tesis sobre las sociedades de transición, La burocracia), creo que Trotsky marxista, de Denise Avenas, entre otros. Paavo trabajó en Leviatán, una librería identificada con la Liga en Barcelona, que como también lo fue la de Cuatro Caminos, la “librería del Leo”, en la que se hacía notar la presencia de Lucía González, en este rincón de Madrid, y otras que desconozco. Eran lugares de encuentro e inolvidables centros culturales activos.

Como se desprende de la variedad de títulos, el trabajo editorial militante de entonces se distinguió tanto por su pluralidad como por una amplitud temática que se extendió torrencialmente hacia otras fronteras como lo fueron el feminismo, la sexualidad, el cine, el teatro de vanguardia, la renovación pedagógica, la ecología y un largo etcétera. A mi parecer, también fueron muy importantes las aportaciones de críticas tanto a la socialdemocracia como al estalinismo, de hecho, fueron unos tiempos de una enorme renovación cultural de las izquierdas.

La idea motriz de que la revolución de Octubre había sido traicionada por una burocracia infame se extendió, arrinconando resistencias, como la animadas, sobre todo por la Organización Revolucionaria de Trabajadores (ORT, maoístas de procedencia católica), que editaba la revista “El Cárabo”, dirigida por Joaquín Estefanía que editó un número especial titulado "Tiempo de Stalin", y que puede considerarse como el canto del cisne de la tentativa de rehabilitar el estalinismo historiográfico, y desde el cual se establece que Carr es un investigador incapacitado de "comprender" y Deutscher como un autor aplaudido por los universitarios anticomunistas. La ORT también editó la historia del PCUS dictada por el propio Stalin, en tanto que el PCE m-l, trató de publicar las “obras completas” de Stalin, una empresa enloquecida entre otras cosas porque se hizo en los años ochenta, cuando ya la palabra “estalinismo” era considerada co un insulto entre los propios militantes del PCE-PSUC.

La febrilidad activista cultural de estos años se justificaba en parte como una toma de posición de oposición, pero también como muestra de una ansiedad por superar los atrasos acumulados. Veníamos de la devastadora derrota republicana cuyas consecuencias todavía están lejos de haber remitido en los tiempos que corren. Entonces no pudimos tener maestros, de hecho la resistencia republicana lo fue pero con muchas dificultades. No pudo haber ninguna continuidad, demasiado terror y demasiado tiempo y cambios por medio. Esto explica que el infantilismo fuese una de las señas de identidad de las nuevas izquierdas. Se mostraba en el hecho de que mucha militancia buscara su con los “nuestros”, y que se reconociera en verdades reveladas por “hombres providenciales” como Mao, al que, por citar un ejemplo, un conocido biólogo de la Universidad de Barcelona atribuía capacidades de chamán.

Por más que se pretendiera, las vitaminas de las buenas bibliotecas no fueran suficientes para evitar las anemias culturales. El comprar y tener buenos libros no significaba necesariamente comprensión, ni el conocimiento de los clásicos –inmersos por lo demás en otras realidades- no garantizaban una capacitación para aquello del análisis concreto de la realidad concreta. De ahí la escasa presencia de una producción propia, incluyendo en nuestro caso que pertenecíamos a una fracción de reconocida vocación lectora y obsesionada por la formación permanente. De ahí que en los boletines de formación de la Liga se podían citar hasta 50 títulos de libros catalogados, todos ellos, como de “lecturas imprescindibles”.

En los ochenta, la historia comenzó un “desvío”, y nos quedamos fuera de los caminos de las mayorías. Lo que no había logrado el tardofranquismo, lo lograron con la Transición, y el desconcierto generalizado. El “felipismo” supo encontrar los puntos débiles de aquella izquierda, y no tuvo dificultad en coaptarla, sobre todo a los intelectuales que fueron los primeros en ocupar su lugar en los pesebres institucionales fuera de los cuales todo se fue reduciendo. Esta lógica de “normalización democrática” que abarcó todos los ámbitos, fue letal en todos los movimientos que se estaban forjando, y claro está en el terreno editorial. Todo se hizo súbitamente muy cuesta arriba, y un gesto, publicar una obra de Mandel por ejemplo, pasó a ser una empresa casi imposible. No fue hasta fechas recientes que ha podido ser reeditado.

El movimiento obrero pasó de “estar de moda”, los sindicatos dejaron de interesarse hasta de su propia historia, y el “vivir bien” pasó por encima de cualquier otra consideración. El tiempo que siguió se hizo agobiante. El escaparate mediático fue ocupado por los intelectuales “bonitos”, y fuera del escaparate el desconcierto era la nota dominante. No sería hasta finales del pesado siglo, que el viento comenzó a variar de dirección poco a poco, y nuevamente, con muchas dificultades, el “frente editorial” comenzó una nueva andadura. Ahora además, se podía hablar de una producción propia. No hubo apenas tiempo ni para realizar una valoración, y solamente se me ocurren detalles: en vez de adaptarse al cambio de época, la editorial trató de realizar “una fuga hacia delante” editando más títulos de los posibles (al contrario de los que hicieron otras editoriales abierta al “gauchismo” como Anagrama, seguramente la más seria en lo que se llamaba “ciencias sociales”. El final de Fontamara rememora el de muchas otras empresas editoriales de la época con su suma de previsiones fallidas, de contratación de más personal del que podía, sin olvidar las sempiternas desavenencias internas, en las que el principal perdedor fue el dueño, Emili Olcina, que tuvo que apechugar con las deudas. Es lo quer se puede llamar un final triste.

Parte de todo aquello se encuentra en Internet y esperemos recuperar unos cuantos títulos no disponibles. Pero esta es ya otra historia.

Nota

(1) Una extensa aproximación a esta cuestión es la de Manuel Aznar Soler, Pueblo y cultura República literaria y revolución (1920-1939) Renacimiento. Sevilla, 2 vls, 2011. 414 + 998 páginas.

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