Las razones de Octubre

Lunes 19 de julio de 2010, por miguel

INTRODUCCIÓN

Por Andreu Coll

El rasgo característico más indiscutible de las revoluciones es la intervención directa de las masas en los acontecimientos históricos. En tiempos normales, el Estado, sea monárquico o democrático, está por encima de la nación; la historia corre a cargo de los especialistas de este oficio: los monarcas, los ministros, los burócratas, los parlamentarios, los periodistas. Pero en los momentos decisivos, cuando el orden establecido se hace insoportable para las masas, éstas rompen las barreras que las separan de la palestra política, derriban a sus representantes tradicionales y, con su intervención, crean un punto de partida para el nuevo régimen. Dejemos a los moralistas juzgar si esto está bien o mal. A nosotros nos basta con tomar los hechos tal como nos los brinda su desarrollo objetivo. La historia de las revoluciones es para nosotros, por encima de todo, la historia de la irrupción violenta de las masas en el gobierno de sus propios destinos.

León Trotsky, Historia de la Revolución rusa, Prinkipo, 19291.

Este cuarto cuaderno de la colección Crítica & Alternativa pretende, como los anteriores, situarse en el terreno movedizo que media entre la divulgación, la interpretación y el combate de ideas. El pasado siete de noviembre de 2007 se cumplieron noventa años del acontecimiento más importante para las clases y los pueblos oprimidos, explotados, humillados, pisoteados del mundo contemporáneo: la toma del Palacio de Invierno por la Guardia Roja de Petrogrado, dirigida por el Partido Bolchevique y políticamente apoyada por la amplia hegemonía de éste en la red de organismos de autoorganización y representación popular más masivos y vigorosos que jamás haya conocido la historia: los soviets de obreros, soldados y campesinos. El máximo órgano de representación de los soviets, su Segundo Congreso Panruso, estaba reunido durante la insurrección y apoyó activamente la consigna bolchevique “todo el poder a los soviets”, aportando una legitimidad democrática muy superior a la de un Gobierno Provisional que no había cumplido ninguna de sus promesas, que continuaba la sangrienta guerra imperialista de 1914-18 y que conspiraba con los generales zaristas contrarrevolucionarios para ahogar en sangre la combatividad del proletariado y su principal expresión organizada, el Partido Bolchevique.

Decimos que la Revolución de Octubre es el acontecimiento más importante de la historia de los explotados y oprimidos del mundo contemporáneo porque fue la primera vez que un partido obrero, en alianza con el campesinado pobre, tomaba el poder para cambiar el mundo. Un Estado despótico era destruido en una dinámica ininterrumpida de revolución democrática (iniciada en febrero de 1917) que enlazaba con las aspiraciones políticas de sus protagonistas proletarios: la expropiación de la burguesía y la socialización de la economía; un proceso que inauguraba la transición al socialismo. La Comuna de París de 1871 ya había indicado el camino, pero la debilidad numérica del proletariado francés –muy concentrado en París y Lyon– y su aislamiento de las provincias (que permitió a la contrarrevolución manipular al campesinado en su contra) explican su aplastamiento por los “versalleses”, con la inestimable ayuda de las tropas de ocupación prusianas. Los bolcheviques “osaron” asaltar los cielos y conservaron el poder. ¡Se dice que Lenin bailó sobre la nieve el día que la República soviética rebasó los setenta y tres días de vida de la Comuna de París! Esta simple imagen es suficiente para demoler de un plumazo la mitología estalinista que siempre ha presentado la victoria de Octubre como algo tan ineluctable como las posteriores derrotas del movimiento obrero internacional de las que, en buena medida, fue responsable Stalin. Hay que rebatir este determinismo histórico con vehemencia: ni la Revolución bolchevique estaba garantizada por adelantado, ni inevitable era la derrota de las revoluciones china (1927-29), alemana (1918-33) o española2 (1931-37) –por solo referirnos a las que estuvieron más directamente condicionadas por el papel de la Internacional Comunista bajo la dirección de Stalin y sus colaboradores–.

Dinámicas y actores de una revolución

Para presentar las dinámicas de polarización que explican por qué fue posible que el proletariado ruso tomara el poder en alianza con el campesinado, hemos incluido el sucinto texto de François Vercammen “Las etapas de la revolución de 1917”. En él se expone por qué cuando se da una polarización política extrema entre clases antagónicas y apenas existen capas medias capaces de amortiguarla es imposible estabilizar instituciones estatales concebidas para encerrar en la arena parlamentaria contradicciones explosivas que conducen a un enfrentamiento abierto. También se describe la evolución de la correlación de fuerzas entre clases en el periodo comprendido entre febrero y octubre. Pone el acento en el hecho de que la posibilidad de conquistar el poder solo existió durante alguna semana, quizás tan sólo unos pocos días, y que el sentido de la iniciativa política de Lenin y el genio político-militar de Trotsky fueron absolutamente indispensables para orientar al Partido Bolchevique hacia la victoria.

Uno de los mitos fundadores del llamado “marxismo-leninismo” (ideología de Estado codificada por la incipiente burocracia estalinista) fue la visión del Partido Bolchevique como un ejército monolítico y fanáticamente disciplinado que seguía ciegamente las consignas de Lenin. Al contrario, ese partido fue capaz de dirigir una revolución porque era democrático y pluralista, en la medida en que se daba en su seno un constante debate de ideas y vivas luchas de tendencias y que sus militantes pensaban con su propia cabeza3. Dicho esto, la genialidad de Lenin y Trotsky y su enorme capacidad persuasiva –a menudo se quedaban en minoría en debates importantes– fue fundamental para orientar a los bolcheviques entre la confusión reinante en la tempestad de 1917. Ambos entendieron que cualquier apoyo o concesión al Gobierno Provisional –o cualquier aventura insurreccional prematura– desmoralizaba y desarmaba políticamente al proletariado, que tenía en frente a un régimen en descomposición con sólo dos salidas posibles: o bien hundirse bajo la bota de una dictadura militar ultraderechista impuesta por los generales zaristas, que habría liquidado cualquier atisbo de parlamentarismo y de libertad política… o ser reemplazado por un Estado obrero, sostenido por el campesinado pobre, y capaz de luchar decididamente contra los vestigios zaristas, de detener la guerra, de entregar la tierra a los campesinos y de iniciar unas transformaciones socialistas que solo serían incipientes en Rusia, pero que podrían consumarse a escala mundial extendiendo la revolución a Europa y Asia. También entendieron cuál fue el momento oportuno para pasar a la ofensiva; algo, por lo demás, fácil de identificar con la perspectiva que nos da la historia (y cuando conocemos el desenlace victorioso), pero extraordinariamente difícil de determinar bajo la presión de los acontecimientos y en medio de la incertidumbre, el caos y la confusión. He aquí el sentido de su estrategia revolucionaria: comprensión detallada de la evolución de las correlaciones de fuerzas, correcta percepción de los tiempos y de los ritmos, claridad en la definición de objetivos, sentido de la iniciativa, sangre fría, disciplina y determinación4.

Así pues, la solidez demostrada por el Partido Bolchevique no se alcanzó gracias a una rigidez organizativa impuesta con medios administrativos y mediante la expulsión periódica de minorías disconformes (como todavía siguen pensando hoy ciertas corrientes de la extrema izquierda). Esa consistencia era la traducción organizativa de la delimitación política del partido. Una delimitación que se basaba en la comprensión común de la situación política y de las tareas del periodo y que explica por qué los militantes confiaron en la dirección en el momento de la verdad. Los bolcheviques fueron generando un equipo dirigente que asimilaba las lecciones de varias décadas de lucha de clases, de sus flujos y reflujos. Esa dirección fue conquistando la confianza de los militantes acumulando experiencias y demostrando, en la práctica y a través del debate democrático, la justeza de su orientación5. Dos piezas clave de ese dispositivo fueron el largo y paciente trabajo de construcción partidaria de Lenin y, a partir de 1917, la aportación estratégica fundamental de Trotsky y sus seguidores del Comité Interradios.

La Revolución rusa de 1905 había cristalizado dos concepciones de izquierda divergentes: a) la bolchevique, que enfatizaba el papel central del partido como actor organizado capaz de tomar iniciativas propias y de organizar a la vanguardia más consciente y combativa del proletariado; b) la de Trotsky y sus seguidores (que rechazaban erróneamente la teoría del partido de Lenin, tildándola de “substitucionista”), quienes descubrieron en los soviets la forma finalmente alcanzada de la dictadura del proletariado; un organismo unitario que debía centralizar políticamente al conjunto de la clase, independientemente de su adscripción partidaria, como única vanguardia capaz de dirigir –en alianza con el campesinado– una revolución triunfante que, tras la toma del poder, no se detendría en objetivos democráticos, sino que, debido a su hegemonía obrera, pasaría de inmediato a plantearse objetivos socialistas.

Así pues, Lenin priorizó la cuestión de la delimitación del partido (un partido que no se confundiera con la clase –como sucedía con la socialdemocracia reformista– y cohesionado por el programa revolucionario), pero mantuvo su caracterización ambigua del régimen que debía crear la revolución: “una dictadura democrática de los obreros y campesinos” (como una etapa intermedia entre la revolución burguesa y la revolución proletaria), si bien recalcaba la necesidad de preservar la máxima independencia política del proletariado.

En cambio, Trotsky fue el primer dirigente de la socialdemocracia internacional que avanzó la hipótesis estratégica de la revolución permanente6. Hipótesis que defendía la posibilidad de que, debido a la inserción particular de Rusia en el capitalismo mundial, que combinaba un inmenso mundo rural atrasado con unos polos de desarrollo industrial muy avanzados –que habían generado una clase obrera joven, disciplinada y concentrada–, era posible enlazar los objetivos democráticos –reforma agraria, separación de iglesia y Estado, democracia política, emancipación de las nacionalidades– con los objetivos socialistas –control obrero, nacionalización de sectores clave de la economía, monopolio estatal del comercio exterior, planificación democrática, etc. Esta dinámica de revolución ininterrumpida empezaría a nivel nacional –Rusia– y se desarrollaría a nivel internacional –extendiendo la revolución a países más industrializados como Alemania, Polonia, Italia… y a los coloniales o semicoloniales como China, India, Turquía, etc.–; pero sólo se consumaría con la plena realización del socialismo tras la victoria de la Revolución mundial (una larga etapa histórica jalonada por duras y prolongadas luchas revolucionarias; por derrotas y victorias).

Si bien Trotsky pensaba que Rusia no estaba madura para el socialismo, creía que allí el proletariado podía tomar el poder antes que en los países capitalistas más desarrollados; pero, a su vez, creía que la condición fundamental para construir el socialismo era extender la revolución socialista a los países capitalistas desarrollados, donde, por su mayor desarrollo socioeconómico y su relativa tradición democrática, sería más lento y difícil tomar el poder, pero infinitamente más rápida la construcción del socialismo. Esta concepción dialéctica de la Revolución mundial fue la que orientó los cuatro primeros congresos de la Internacional Comunista7.

1917 conoció una tendencia convergente que condujo a la síntesis victoriosa que resolvería la ecuación. Octubre sería la suma de soviets pluralistas y de Partido Bolchevique que lucha por la hegemonía en su seno. Con su entrada en las filas bolcheviques, Trotsky aceptaba explícitamente la concepción del partido de Lenin y, con sus “Tesis de abril” (¡tildadas por los reformistas de desvarío anarquista!), Lenin se adhería implícitamente a la teoría de la revolución permanente de Trotsky. A su vez, la victoria de la Revolución soviética constituyó la principal fuerza motriz de la Revolución mundial y un punto de apoyo fundamental para recomponer el movimiento obrero internacional –desarticulado tras la traición socialpatriota de 1914– en torno a la Internacional Comunista (1919-1943).

Cultura y consciencia de clase

[…] La cultura es cosa muy distinta. Es organización, disciplina del yo interior, apoderamiento de la personalidad propia, conquista de superior consciencia por la cual se llega a comprender el valor histórico que uno tiene, su función en la vida, sus derechos y sus deberes. Pero todo eso no puede ocurrir por evolución espontánea, por acciones y reacciones independientes de la voluntad de cada cual […] El hombre es sobre todo espíritu, o sea, creación histórica y no naturaleza. De otro modo no se explicaría por qué, habiendo habido siempre explotados y explotadores, creadores de riqueza y egoístas consumidores de ella, no se ha realizado todavía el socialismo. La razón es que sólo paulatinamente, estrato por estrato, ha conseguido la humanidad consciencia de su valor y se ha conquistado el derecho a vivir con independencia de los esquemas y de los derechos de minorías que se afirmaron antes históricamente. Y esa consciencia no se ha formado bajo el brutal estímulo de las necesidades fisiológicas, sino por la reflexión inteligente de algunos, primero, y luego, de toda una clase sobre las razones de ciertos hechos y sobre los medios mejores para convertirlos, de ocasión que eran de vasallaje, en signo de rebelión y de reconstrucción social. Eso quiere decir que toda revolución ha sido precedida por un intenso trabajo de crítica, de penetración cultural, de permeación de ideas a través de agregados humanos al principio refractarios y sólo atentos a resolver día a día, hora por hora, y para ellos mismos su problema económico y político, sin vínculos de solidaridad con los demás que se encontraban en las mismas condiciones.

Antonio Gramsci, “Socialismo y cultura”, 1916.

Cuando volvemos sobre la historia del movimiento obrero y reflexionamos sobre el papel que en ella juegan ciertos individuos, nos damos cuenta de hasta qué punto nuestra intervención consciente puede, si se dan ciertas condiciones objetivas, modificar drásticamente el devenir histórico y la vida de millones de seres humanos. ¿Habría triunfado la Revolución soviética sin la intervención decidida de Lenin? ¿Habría ganado la guerra civil el Ejército Rojo sin la audaz dirección político-militar de Trotsky? ¿Se habría creado la Internacional Comunista sin el concurso de ambos dirigentes? Es muy dudoso. Pero no se trata aquí de hacer historia ficción, sino de situar correctamente el peso que el factor subjetivo puede llegar a alcanzar en determinados momentos del desarrollo histórico. La historia no tiene un deus ex machina que la dirija ni lógica interna alguna que garantice un Happy End. Las contradicciones y luchas sociales pueden tener desenlaces muy distintos dependiendo del grado de voluntad, de organización y, sobre todo, de realismo y coherencia política de sus actores. La historia de la humanidad ha conocido convulsiones y crisis sociales, económicas y ecológicas que han conducido a una estabilización relativa o a una contrarrevolución devastadora, cuando no a la desaparición de civilizaciones enteras. No hay nada inevitable en la historia… todo depende de la lucha y la voluntad de sus actores. Pero, sin adentrarnos a fondo en la historia de los oprimidos, las gentes que queremos un mundo mejor difícilmente podremos entender el lugar que ocupamos en la historia de la lucha de clases, nuestras tareas o las características de nuestra época. Es más, no tomaremos consciencia de nuestra responsabilidad, no podremos combatir los límites de nuestro tiempo ni los obstáculos que impone la vida cotidiana para intervenir conscientemente en él y, más importante todavía, no llegaremos a perfilar un proyecto alternativo de sociedad. La lucha por otro mundo y la defensa de un proyecto social emancipador no sólo hunde sus raíces en la lucha real de los oprimidos que impugna en la práctica el desorden establecido, sino que supone una reflexión sobre la historia, sobre la cultura, sobre la dignidad humana, sobre las relaciones entre individuo y sociedad, entre las clases y entre los géneros y entre la especie humana y el medio ambiente. En definitiva, no se puede luchar por el socialismo y soportar duraderamente la tensión militante entre la realidad y el deseo sin atisbar qué humanidad queremos ser y en qué mundo queremos vivir. En este sentido al menos, más allá de derrotas y traiciones, las razones y los logros de Octubre son un punto de partida fundamental para pensar la revolución en el siglo XXI.

Algunas referencias básicas

Es precisamente debido a la trascendencia histórica y a la gran singularidad de la Revolución de Octubre que los ideólogos de la burguesía internacional, desde los tiempos de la Sociedad de Naciones hasta nuestra época de Guantánamo global, pasando por la Guerra Fría, han intentado esconder, banalizar, demonizar, desfigurar Octubre ante las clases populares del mundo. A partir del hundimiento de la URSS y de sus regímenes satélites del Este, la restauración del capitalismo bajo formas mafiosas –que ha hecho retroceder dramáticamente las condiciones de vida de la población, ha generalizado el alcoholismo y ha disparado la tasa de suicidios en esos países– constituye la gran revancha histórica de la burguesía mundial contra la Revolución de Octubre. Desde entonces, lo que pretenden es enterrar bajo los escombros del Muro de Berlín las aspiraciones emancipatorias y las ideas que inspiraron a esos hombres y mujeres de carne y hueso que dedicaron su vida a ese grandioso proyecto de liberación. Es más, pretenden amalgamar a esos luchadores comunistas con sus verdugos estalinistas. Y, por el momento, casi lo han logrado. Actualmente, en la época de la restauración conservadora y de la globalización del capital, la Revolución soviética ha dejado de ser un punto de referencia político y estratégico fundamental; ni tan siquiera es ya un referente cultural o simbólico para buena parte de la nueva generación crítica del Estado español. Esto se debe en parte a la hegemonía de la historiografía neoliberal y a la bancarrota político-cultural del estalinismo, pero también al retroceso del movimiento obrero organizado en su conjunto y al debilitamiento del marxismo, no tanto como disciplina académica más o menos edulcorada y amalgamada con otras escuelas de pensamiento, sino como método de comprensión del presente y del pasado orientado a la acción revolucionaria de capas significativas de trabajadores. Justamente para contribuir a colmar este vacío actual de referencias históricas básicas, hemos incluido en este cuaderno una “Breve historia de la Revolución soviética”, un texto basado en una extensa cronología de la Unión Soviética de Antonio Moscato. Es un conciso relato factual que intenta periodizar sintéticamente los principales acontecimientos que marcan la historia de Rusia entre la primera revolución de 1905 y la consolidación de la dictadura estalinista. Moscato pone el acento en el hecho de que la evolución de los acontecimientos en la Unión Soviética y en el movimiento comunista internacional no estaba inscrita en ninguna lógica irresistible de la historia, sino en correlaciones de fuerzas, en voluntades de clases y capas sociales, de partidos políticos concretos, de corrientes y fracciones. El texto también ayuda a situar las proporciones que llegaron a alcanzar fenómenos como la colectivización forzosa y la industrialización acelerada, la burocratización del Estado y las purgas, la urbanización y los movimientos de población… No podemos dejar de reseñar que también pone de relieve que la victoria soviética sobre la Alemania nazi –que decidió el resultado de la Segunda Guerra Mundial- no se alcanzó, como ha quedado grabado en el imaginario de buena parte de la militancia comunista tradicional, gracias al régimen implacable de Stalin, sino a pesar de él8.

Primer acto de la contrarrevolución

Un aspecto poco abordado tradicionalmente en el estudio de los orígenes de la contrarrevolución estalinista es la enorme importancia que revistió la supresión de los derechos nacionales de las repúblicas no rusas de la Unión Soviética. Dicha supresión fue, sin duda, una condición necesaria para concentrar todo el poder en una cúspide burocrática y ultracentralizada. Que el primer enfrentamiento entre Lenin y Stalin se debiera a la gestión represiva y nacionalista de Estado por este último de un conflicto en la República de Georgia constituye un hecho muy revelador9. Fue para Lenin la primera señal de alarma del peligro que suponía Stalin10. Para el último Lenin, ese conflicto ponía de relieve hasta qué punto el nacionalismo opresor panruso heredado del zarismo había contaminado a la entonces minoritaria fracción burocrática y autoritaria del Partido Bolchevique. El artículo de Michael Löwy incluido en este cuaderno, “La Revolución rusa y la cuestión nacional: Lenin contra Stalin”, deja bien a las claras que Lenin no solamente combatió esos métodos en la resolución de las desavenencias y los conflictos entre la Unión y las repúblicas no rusas, sino que poco antes de su muerte empezó a revisar de un modo autocrítico su tradicional defensa de la necesidad de un fuerte centralismo del nuevo Estado obrero, llegando a la conclusión de que, para garantizar la máxima democracia política y para frenar la burocratización de la Unión, era necesario fomentar un grado muy elevado de autogobierno de las distintas repúblicas.

Socialismo en un solo país o socialismo en todos los países…

Como apuntaba más arriba, la mera existencia de la Unión Soviética a lo largo del “corto siglo veinte”11 fue siempre un factor desestabilizador del capitalismo mundial, aun cuando, sobre todo a partir de la Segunda Guerra Mundial, Stalin y sus sucesores no dudaron en utilizar todo su poder de Estado y su influencia sobre el movimiento obrero internacional para contener la extensión de la Revolución a otras zonas del mundo12. Esa política buscaba alcanzar sucesivos pactos de no agresión con el imperialismo y evitar el surgimiento de nuevos Estados socialistas -y de nuevas direcciones revolucionarias- que pusieran en cuestión su liderazgo sobre el movimiento comunista y repolitizaran a la clase obrera soviética, poniendo de ese modo en entredicho el monopolio burocrático del poder en la URSS. Los bolcheviques no concebían la toma del poder en Rusia más que como el prólogo de la revolución mundial, puesto que ese país era, en palabras de Lenin, “el eslabón más débil de la cadena imperialista”. Sin embargo, la derrota de la oleada revolucionaria que se extendió por Europa tras la victoria bolchevique (1918-1923) situó a la Revolución en una situación de sumo aislamiento. Este aislamiento, la militarización debida a la larga y cruenta guerra civil (con una masiva intervención extranjera) y la necesidad de recuperar lo antes posible la economía de tanta destrucción favoreció la adopción de hábitos burocráticos y autoritarios que están en la base de la involución política posterior. A pesar de todo, la URSS fue, hasta la consolidación del estalinismo, una formidable palanca de la revolución mundial. Pero desde entonces se transformó en un freno, ya que los partidos comunistas, siguiendo sus instrucciones, substituyeron el objetivo estratégico de la toma del poder en sus respectivos países (la razón fundamental que había justificado su escisión de la socialdemocracia reformista) por el de limitarse a defender los intereses de la política exterior de la URSS y la “construcción del socialismo en un solo país”. Este trágica mutación del movimiento comunista supuso el abandono de la lucha de clases en favor de la lucha de Estados -los “países progresistas”- y, posteriormente, de campos -“campo socialista”- como vector principal del avance hacia el socialismo (lo que se ha dado en llamar “campismo”). Y ello tuvo como consecuencia la subordinación de los intereses históricos del movimiento obrero internacional a la razón de Estado -y sus consiguientes virajes diplomáticos- y a la lógica de los aparatos13.

Trotsky no generalizaría la teoría de la revolución permanente como hipótesis estratégica para el conjunto de los países dependientes –coloniales o semicoloniales- hasta finales de los años veinte, como respuesta a la llamada “teoría del socialismo en un solo país”. En ese momento, la Internacional Comunista defendía ya una concepción etapista de la revolución que, en la práctica, abogaba por alianzas interclasistas con las llamadas “burguesías nacionales” y la consiguiente subordinación del proletariado a sus intereses. Trotsky creía que la mejor forma de defender a la URSS del imperialismo –un deber que siempre defendió, a pesar del estalinismo- era extender la revolución a otros países y conquistar la independencia de clase del proletariado. En lo que no se equivocó ni un ápice Trotsky fue en la predicción de que cualquier partido comunista que hiciera la revolución en su país entraría en conflicto con la burocracia soviética –como efectivamente sucedió con China y Yugoslavia-. También pronosticó que los partidos comunistas de países dependientes que adoptaran una orientación revolucionaria se verían obligados a impulsar de facto una dinámica de revolución permanente (aunque la condenaran explícitamente desde el punto de vista ideológico y liquidaran físicamente a sus defensores). Este fue el caso FLN vietnamita de Ho Chi Minh, que, en los años cuarenta, durante su lucha armada contra el colonialismo francés, prácticamente exterminó al partido comunista independiente La Lutte, una organización que guardaba grandes similitudes con el POUM14.

Junto al fascismo, el estalinismo fue el fenómeno político más difícil de entender y, por consiguiente, de combatir por parte del marxismo del siglo XX15. Las dificultades para aprehender en toda su complejidad esos fenómenos explican, hasta cierto punto, la catástrofe que, en los años treinta y cuarenta, puso a la especie humana al borde del abismo. Un cataclismo que se resume pronunciando tres nombres estremecedores: Auschwitz, Hiroshima y Kolyma16. Pues bien, en esa “media noche del siglo” a la que se refería Víctor Serge, los efectos combinados del ascenso del nazifascismo y del estalinismo no sólo amenazaban con liquidar al movimiento obrero revolucionario y al marxismo clásico que había generado17, sino que empujaban al conjunto de la civilización humana al borde del colapso. En ese momento de hundimiento en la barbarie y de eclipse de la esperanza, el único marxista revolucionario de talla que había sobrevivido a Rosa Luxemburg (asesinada en 1919 por orden de sus antiguos correligionarios convertidos al socialpatriotismo), a Lenin (muerto en 1924 de un ataque cerebral) o a Gramsci (muerto en abril de 1937 en las cárceles fascistas de Mussolini) y que, a diferencia de Bujarin, Togliatti, Lukács y tantos otros dirigentes comunistas, no se había adaptado con fatalismo al estalinismo (con el efecto perverso suplementario de legitimarlo y de dotarlo de una justificación ideológica), fue León Trotsky. A él le correspondió la dura tarea de salvar la herencia del comunismo y del marxismo clásico de una catástrofe política, moral e intelectual anunciada pero evitable18.

El otro comunismo

Este hecho innegable todavía no es abiertamente asumido por amplios sectores marxistas provenientes del comunismo oficial. Para evitar hacer justicia a la aportación política y teórica de Trotsky, entre buena parte de la intelectualidad marxista de obediencia PC, periódicamente se ha generalizado la idealización de la figura de Bujarin. Cuando, a partir del XX Congreso del PCUS, la mayoría de los partidos comunistas abandonaron formalmente la referencia a Stalin y denunciaron sus “excesos”, se redujo al estalinismo a una simple “desviación ideológica” (Althusser). Esta toma de distancias obligó a buscar otros referentes político-intelectuales en el “interregno” que se abrió tras la muerte de Lenin: esta es la razón de que muchos intentaran embellecer a Bujarin, como si se tratase del mejor intérprete del “Testamento” de Lenin y como única alternativa deseable a Stalin. Como es obvio, aproximarse al legado de Trotsky era, y desgraciadamente sigue siendo, un tabú para muchos militantes comunistas, por mucha estatura intelectual que tengan. Para ello, se han deformado, a menudo cínica y demagógicamente, las propuestas de la Oposición de Izquierda. Se ha llegado a decir que su programa económico no se diferenciaba de la industrialización forzosa de Stalin y que el estilo “soberbio” y “autoritario” de Trotsky y su pasado como organizador militar reducían su antiestalinismo a una antipatía, cuando no a una rivalidad, personal. Esto es una deformación flagrante de los hechos muy psicologista y, por consiguiente, escasamente marxista. Es conveniente recordar que Trotsky fue el primero en alertar de las contradicciones explosivas del comunismo de guerra –que tendrían en Cronstadt su trágico corolario- y en defender entonces una política parecida a la que luego se daría en llamar Nueva Política Económica. Posteriormente, a mediados de los años veinte, la Oposición defendió un incremento progresivo de la presión fiscal sobre el campesinado enriquecido por la NEP con el fin de financiar una industrialización que, poco a poco, fuera reduciendo las crecientes contradicciones que engendraba la “crisis de las tijeras” (que ponía las bases, a medio plazo, de una restauración del capitalismo en la URSS). Fue justamente la tardanza de la dirección soviética –debido al empirismo brutal de Stalin y a la defensa por Bujarin de la “construcción del socialismo a paso de tortuga”- en adoptar medidas que corrigieran los crecientes desequilibrios económicos lo que empujó a Stalin a imponer un giro de 180º cuando el campesinado enriquecido saboteó abiertamente al Estado soviético. De lo que no cabe duda es de que, en lo que se refiere a la cuestión de la democracia soviética y a la política exterior de la URSS y de la IC a caballo entre los años veinte y treinta, Bujarin no solamente no fue parte de la solución, sino que constituyó una parte destacada del problema. Trabajó al servicio de Stalin (en la dirección de la Komintern, en su persecución de la Oposición y como intelectual oficial del régimen) hasta que su viejo aliado “Koba” (como le llamaba afectuosamente en privado) se volvió en su contra y, unos años más tarde, tras humillarle vilmente, le hizo fusilar en 1938 en los terceros procesos de Moscú19.

Así pues, a diferencia de Bujarin y sus seguidores, el artífice de la insurrección de Octubre y constructor del Ejército Rojo20, desde una situación de enorme aislamiento político y sin resignarse ante el fatalismo imperante, luchó por ofrecer una interpretación coherente del ascenso del fascismo –y un plan de acción que podría haberlo contenido21– y la caracterización marxista más avanzada de la naturaleza del régimen instaurado en la URSS de los años treinta. Ambos esfuerzos de análisis y de elaboración estratégica y programática constituirían los fundamentos políticos de la lucha de la Oposición y, posteriormente, de la IV Internacional. La derrota de Trotsky y sus seguidores tras una batalla política despiadada fue una condición necesaria para que Stalin explotara el dinamismo social desatado por la Revolución de Octubre para expropiar al proletariado del poder político en la URSS22.

La mayoría del partido ruso y de los partidos comunistas siguieron a Stalin y demonizaron a Trotsky. ¿Por qué? Esta es una pregunta muy compleja que hay que intentar responder no solo desde un punto de vista ideológico, sino también con perspectiva materialista. Hay varias circunstancias que ayudan a explicar esa adaptación al estalinismo: las derrotas revolucionarias en otros países, la necesidad de recibir el apoyo material que ofrecía la “patria del socialismo” cuando muchos partidos comunistas estaban en la clandestinidad y eran duramente reprimidos, la disposición de muchos comunistas a creer en certezas reconfortantes para resistir en un mundo desconcertante. Otro poderoso factor que ayuda a explicar la hegemonía del estalinismo en los años treinta es la profundidad de la crisis internacional del capitalismo iniciada con el crack inmobiliario (es oportuno recordarlo) y bursátil norteamericano de 1929. Esta crisis, que en la época muchos creían terminal, embellecía la brutalidad de la industrialización forzada en la URSS, que parecía inmune al hundimiento de la economía capitalista23 y envolvía a Stalin de un aparente halo de infalibilidad y firmeza política. Estas condiciones pueden ayudarnos a entender las causas de la virulencia y el fanatismo que alcanzó el antitrotskismo en los partidos comunistas de la época, alimentado por una campaña de calumnias y de falsedades sólo superada por la de la Inquisición. Sin embargo, el drama del estalinismo es que, a pesar de tener direcciones contrarrevolucionarias, esos partidos encuadraban al grueso de la clase obrera internacional que se identificaba con la Revolución rusa24. Esta será la contradicción de fondo de los PC: de un lado, su defensa de los intereses diplomáticos de la URSS y, por otro, la necesidad de no distanciarse excesivamente de los intereses de su base social. Y su crisis actual se debe a que, tras el hundimiento del estalinismo, en lugar de reconciliarse con los intereses del mundo del trabajo, han acelerado su integración en el Estado burgués, siguiendo la estela de la socialdemocracia clásica.

¿Qué era la URSS?

La victoria estalinista en la URSS y la llegada de Hitler al poder en Alemania, en buena medida como resultado de la orientación sectaria y ultraizquierdista dictada por Stalin al KPD25, hicieron inevitable la Segunda Guerra Mundial y condenaron a los grupos marxistas revolucionarios de oposición a la marginalidad, cuando no a la liquidación física26. Sin embargo, esos análisis y esas propuestas de acción –contra el fascismo y por el derrocamiento de la dictadura estalinista–, como si se tratasen de un mensaje lanzado en una botella justo antes del naufragio, constituyen un punto de enlace entre dos generaciones militantes y un firme asidero para el comunismo revolucionario.

Desde entonces, aun reconociendo sus límites, la interpretación de Trotsky de la URSS ha sido un punto de referencia obligatorio para cualquier marxista honesto que se proponga entender la naturaleza de esa sociedad postcapitalista (pero “presocialista”) petrificada por una burocracia todopoderosa. Para exponer de un modo a la vez riguroso y divulgativo los esfuerzos teóricos del último Trotsky y las aportaciones de sus seguidores, hemos incluido el artículo de Antoine Artous “Trotsky y el análisis de la URSS”. El texto rastrea detalladamente los análisis del revolucionario ucraniano, pero también es crítico a la hora de identificar sus límites y los problemas que no consiguió resolver. Apunta algunos de los debates entre los comunistas antiestalinistas acerca de la caracterización de la URSS, algo inevitable dada la centralidad de la cuestión en los años posteriores a la muerte de Trotsky. Finalmente, propone algunas ideas que, sin tener la pretensión de cerrar el debate, pueden contribuir a la reflexión. Como cualquier aportación al debate sobre la naturaleza de la URSS, el texto de Artous sin duda puede resultar polémico, pero ha parecido un buen “estado de la cuestión” para este número de Crítica & Alternativa.

De esos polvos, estos lodos…

Hoy, ante el balance desalentador del siglo pasado, vivimos un tiempo de escepticismo, de incredulidad, de espera. Los proyectos políticos se topan con la desconfianza de muchas gentes de izquierda. No pocos viejos militantes han dejado de creer en la posibilidad de una alternativa por la que luchar y prefieren limitarse a resistencias concretas, puntuales, modestas. Buena parte de la nueva generación se está politizando en claves distintas de las de la generación del antifranquismo y la transición y a menudo sin contacto con ella. Entre las ruinas de la izquierda tradicional y las claves de la radicalización juvenil actual no hay casi nada. Apenas existe una izquierda revolucionaria capaz de colmar ese vacío, de organizar el relevo generacional, de transmitir memoria y experiencia. Durante años, prácticamente hemos perdido el hilo. Todo eso se explica por el peso de errores, traiciones y derrotas. Aunque no seamos conscientes de ello, los estragos del estalinismo también son responsables del erial en el que nos movemos en la actualidad. Los más fervientes creyentes de ayer son los más escépticos hoy. A menudo el hipermilitantismo ha mutado en hipercinismo.

Sin embargo, el capitalismo desbocado actual es el capitalismo de siempre, aunque sin los condicionantes que lo acotaron y autorreformaron en el pasado. No es casualidad que el desencadenamiento de la ofensiva neoliberal coincidiera con la larga crisis y el hundimiento final de la Unión Soviética y la restauración del capitalismo en China. Al igual que no se entienden las descolonizaciones y los movimientos de liberación en el Tercer Mundo sin la dinámica abierta por la Revolución de Octubre; aquí tampoco habría existido el Estado del Bienestar, ciertos derechos sociales y muchas libertades políticas sin el pánico que, durante más de medio siglo, ha tenido la burguesía a la revolución y al movimiento obrero. Las clases dominantes aceptaron perder un dedo a cambio de salvar el brazo. Pero hoy le han perdido el miedo a los y las de abajo y golpean con arrogancia: llevan la iniciativa en la lucha de clases y no se detendrán, quieren una victoria definitiva. Esta es la perspectiva que necesitamos para entender que las condiciones en las que luchamos hoy no son ajenas el fracaso del ciclo histórico 1917-1989 y que debemos superar la indiferencia reinante hacia él. Sólo hay que percatarse de la naturaleza reaccionaria de los gobiernos de los cuatro países que concentran hoy al grueso de la clase obrera mundial –EE.UU., Rusia, China y Japón- para hacerse una idea de hasta qué punto se ha degradado la correlación de fuerzas global entre capital y trabajo. Máxime cuando, en dos de ellos, los trabajadores acaban de ser brutalmente expropiados de sus medios de producción –y de no pocos de sus medios de subsistencia- en tan sólo unos pocos años.

La desmoralización política actual en la izquierda y los sectores populares es el resultado de esta dialéctica negativa de treinta años de derrotas y retrocesos parciales. Si bien no han sido tan brutales y sangrientas como las de los años treinta –con la excepción de las dictaduras y las guerras contrainsurgentes los 70 y 80 en Latinoamérica-, estas derrotas han debilitado las posiciones de fuerza que había conquistado el movimiento obrero en el ciclo anterior y han permitido una recuperación en profundidad de la hegemonía burguesa. Todo ello constituye una dolorosa enseñanza de que, mientras no se quiebre el poder estatal de la burguesía, ninguna reforma o conquista social o política es definitiva. Hoy, la confianza en la posibilidad de construir una alternativa al capitalismo, que habitó el corazón y la mente de millones de personas durante el siglo XX (y que a menudo resistió cárceles, masacres y campos de concentración), ha retrocedido enormemente. La idea misma del socialismo se ha evaporado del imaginario colectivo de buena parte del pueblo de izquierdas en estos tiempos de ascenso de la insignificancia. El ámbito de lo imaginable –y de lo cuestionable- se ha reducido dramáticamente; ciertas ideas se han vuelto impronunciables y palabras como revolución y comunismo son pura pornografía. Si a esto le unimos el vaciamiento de las organizaciones políticas y sindicales de clase, podemos entender por qué las nuevas radicalizaciones se expresan a través de concepciones del mundo individualistas, inmediatistas, contrarias al compromiso estable y a la primacía del trabajo colectivo. Entenderemos por qué la promiscuidad generalizada de la acción fugaz ha arrinconado al compromiso estable… también en política. La conciencia política nunca se genera en el vacío, sino que se forma a través de organizaciones que aportan una memoria, unas categorías y una comprensión de la realidad, aunque sea falsa, deformada o ideológica en el peor sentido de la palabra.

Tomar el poder para cambiar el mundo

Marx dice que las revoluciones son las locomotoras de la historia universal. Pero acaso las cosas sean completamente distintas. Quizá las revoluciones son recursos al freno de emergencia por parte del género humano que viaja en ese tren.

Walter Benjamin, 1940

La debilidad actual de las organizaciones de izquierda y la pérdida de peso específico del movimiento obrero organizado explican la inestabilidad de los movimientos sociales, las enormes fluctuaciones de las resistencias y una atomización que nos vuelve más vulnerables a la penetración de prejuicios ideológicos burgueses y postmodernos. Pero los motivos de la debilidad de la izquierda anticapitalista no se reducen a fenómenos ideológicos, sino que hunden sus raíces en una fragmentación creciente de los asalariados, en una precariedad que corroe los proyectos individuales y colectivos y en un retroceso sin precedentes del nivel cultural medio de la población. He aquí algunas explicaciones de por qué no crecen substancialmente las organizaciones sociales y políticas de izquierda a pesar de los considerables procesos de removilización social que conocimos hace unos años.

Si bien es cierto que los retrocesos de la izquierda se deben fundamentalmente a causas materiales, sociales y políticas, no podemos perder de vista que el factor subjetivo es un elemento fundamental de cualquier situación política. Es el más difícilmente mensurable y, a la vez, el más imprevisible. No obstante, al igual que el abanico de posibilidades que se abre en determinadas situaciones de lucha está limitado por no pocos condicionantes; el factor subjetivo está constreñido por una historia, por un determinado bagaje de experiencia política y por los límites ideológicos y culturales de un país y una época determinados. Y esos límites de la conciencia política acotan las posibilidades de desarrollo e implantación de la izquierda anticapitalista. En este sentido, los prejuicios y los estereotipos anticomunistas –a menudo inconscientes- heredados de la Guerra Fría siguen pesando enormemente a la hora de plantear determinados debates y de hacer un balance de ciertas experiencias. La sensación de que la lucha por la revolución ha conducido a desvaríos inútiles durante el siglo pasado inhibe enormemente el pensamiento estratégico de la nueva generación militante. Si no somos capaces de convencer de que las revoluciones sociales no están necesariamente condenadas de antemano al fracaso o a la entronización de dictaduras burocráticas, y que, a pesar de sus costes y sacrificios, permiten ahorrar catástrofes innecesarias a la humanidad, dar saltos cualitativos enormes de conciencia, organización y lucha e iniciar rupturas duraderas del (des)orden establecido, difícilmente podremos abordar la cuestión del poder en los debates políticos actuales. Si no logramos quebrar la identificación de comunismo y estalinismo, las grandes tragedias del siglo pasado seguirán siendo enigmas incomprensibles para las nuevas generaciones. El rechazo de la organización política que vivimos en la actualidad no es más que el colofón del alejamiento de la política misma; y, en fin, sin estos elementos de comprensión del siglo XX, no se podrán refundar proyectos socialistas que la regeneren.

Miserias del anticomunismo y combates por la historia

La historiografía conservadora todavía es hegemónica en lo que se refiere al balance del siglo pasado y la neoliberal es apabullante en lo que respecta a la URSS. Su versión más reaccionaria presenta al nazifascismo como una reacción defensiva del mundo civilizado ante la violenta guerra civil europea iniciada en 1917 por la barbarie asiática del bolchevismo (Nolte); su versión más neoliberal describe la civilización capitalista como el horizonte insuperable de la humanidad (Fukuyama) y al comunismo y al fascismo como dos accidentes antidemocráticos simétricos felizmente derrotados por la supremacía del liberalismo (Furet)27. La historiografía liberal anglosajona (Pipes, Conquest, etc.) se ha empleado a fondo en asimilar el comunismo al totalitarismo y en demonizar a figuras como Lenin. Todo ello explica que muchos ideólogos burgueses defendieran, tras el hundimiento de la URSS, la necesidad de enjuiciar la idea misma del comunismo, presentándola como el germen de una de las dos formas más deletéreas de barbarie contemporánea. Este intento arrogante de diabolizar una idea participa de una especie de guerra ideológica preventiva que busca ahuyentar de una vez por todas el interés por unos acontecimientos que siguen (y seguirán) alumbrando el presente y el futuro.

Sacar a las víctimas del estalinismo del armario ha sido un recurso eficaz del establishment para domesticar a los dirigentes de la ayer potente izquierda comunista oficial ávidos de respetabilidad institucional. Así pues, gracias a esa medicina, muchos pasaron de la defensa sin paliativos de la “dictadura de (sobre) el proletariado” a la exaltación de la democracia sin atributos. De este modo, para los grandes aparatos, el distanciamiento de Moscú equivalía, no a una revisión crítica del estalinismo, sino a un acercamiento a Wall Steet –no hay más que ver a los herederos del PCI togliattista promocionando el nuevo Partido Demócrata… ¡resultado de su fusión con las excrecencias de la democracia cristiana! Así pues, la ruptura con el estalinismo (o el maoísmo, vienen a ser lo mismo) conducía, a menudo, a abjurar del comunismo en nombre de las “sociedades abiertas” y los derechos humanos (como en el caso célebre de Bernard Kouchner, flamante ministro de exteriores de Nicolas Sarkozy). Pues bien, hoy nuestra tarea central, la tarea de los y las herederas de aquellos comunistas que desde el principio combatieron el estalinismo desde posiciones marxistas y en nombre de la democracia socialista, es reapropiarnos de nuestro pasado y liberar a los vivos del peso de los muertos de ayer y de los cadáveres políticos de hoy. Esto es lo que se propone Daniel Bensaïd en el último texto de este cuaderno.

En la mejor tradición anti-anticomunista de Isaac Deutscher, Bensaïd ataca frontalmente el anticomunismo triunfalista del Libro negro del comunismo. Su artículo, de finales de los años noventa, sitúa las contradicciones del discurso de sus autores y expone detalladamente hasta qué punto el estalinismo supuso el aplastamiento de las aspiraciones y las conquistas de Octubre. El texto rebate los tres grandes mitos liberales acerca de la Revolución rusa28:

1.

el golpe de Estado minoritario perpetrado por una peligrosa banda de iluminados fanatizados por un ideal utópico irrealizable. 2.

Las irrefrenables ansias de poder personal de Lenin y sus derivas totalitarias precoces. 3.

La continuidad entre el proyecto bolchevique originario y el terror del régimen estalinista de los años treinta.

Pero Bensaïd no se limita a la crítica de esta mitología anticomunista en voga, sino que vuelve sobre las razones y las apuestas de Octubre. Nos recuerda que fue una revolución contra la guerra y el imperialismo… una apuesta internacionalista -traicionada por el reformismo socialdemócrata- que buscaba el desarrollo, la igualdad y la autodeterminación de los pueblos. Describe las proporciones que alcanzó la eclosión cultural que siguió a la victoria revolucionaria, las profundas transformaciones de la vida cotidiana que propició el nuevo régimen y los grandes avances en educación que posibilitó el poder soviético29. Apunta, en fin, la irrupción de las mujeres en la vida pública y sus conquistas sociopolíticas30. He aquí unas razones, las de Octubre, que no pueden borrarse… y que no se borrarán.

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1 Edición en castellano: Ruedo Ibérico, París, 1972.

2 Sobre la intervención de la URSS en la Guerra Civil, véase el soberbio trabajo de Pierre Broue, Stalin et la révolution. Le cas espagnol (1936-1939), Fayard, Paris, 1993. Un libro que debería traducirse urgentemente…

3 Para una historia ya clásica de ese agrupamiento irrepetible de militantes obreros ejemplares y de intelectuales revolucionarios, véase Pierre Broué, El Partido Bolchevique, Ayuso, Madrid, 1973.

4 Hay tres textos a mi juicio imprescindibles para adentrarse a fondo en el pensamiento y en la práctica tan profundamente dialécticas de Lenin: Daniel Bensaïd, “Lenin: ¡saltos! ¡saltos! ¡saltos!” (disponible en http://www.revoltaglobal.cat/articl...), Michael Löwy, “De la Grande Logique de Hegel à la gare finlandaise de Petrograd”, en Michael Löwy, Dialectique et révolution. Essais de sociologie et d’histoire du marxisme, Anthropos, París, 1973 y Georg Lukács, “Lenin: la coherencia de su pensamiento”, hay una edición reciente en Georg Lukács, Lenin-Marx, Gorla, Buenos Aires, 2005.

5 Véase a este respecto el estudio de Paul Le Blanc, Lenin and the Revolutionary Party, Humanities Press International, Nueva Jersey, 1993.

6 Si bien en algunos textos de Marx ya se utiliza en referencia a la dinámica de las revoluciones de 1848. Véase al respecto Fernando Claudín, Marx, Engels y la revolución de 1848, Siglo XXI, Madrid, 1975.

7 Para una exposición clara y concisa de sus ideas, véase Ernest Mandel, El pensamiento de León Trotsky, Fontamara, Barcelona, 1980.

8 Esto transpira en las páginas de la formidable novela de Vassili Grossman, ambientada en la sangrienta batalla de Stalingrado, y que acaba de reeditarse en castellano, Vida y destino, Galaxia Gutemberg/Círculo de Lectores, Madrid, 2007.

9 Esta controversia está ampliamente documentada en E. H. Carr, La Revolución bolchevique (1917-1923), Alianza, Madrid, 1979 (3 vols.).

10 Acerca de los enfrentamientos entre Stalin y Lenin y de la lucha de éste contra las derivas burocráticas y autoritarias del nuevo régimen, véase el clásico de Moshe Lewin, El último combate de Lenin, Lumen, Barcelona, 1970.

11 Expresión acuñada por Eric Hobsbawm en su Historia del siglo XX, Crítica, Barcelona, 1995 y que comprende lo ocurrido entre el estallido de la Primera Guerra Mundial en 1914 y la caída del Muro de Berlín y el inicio de la desintegración de la URSS en 1989.

12 Hay tres libros particularmente útiles para entender las contradicciones de la política exterior soviética –y, posteriormente, china– en relación con el movimiento comunista internacional: León Trotsky, La Internacional Comunista después de Lenin, Akal, Madrid, 1977, Fernando Claudín, La crisis del movimiento comunista. De la Komintern a la Kominform, Ruedo Ibérico, París, 1970 e Isaac Deutscher, Rusia, China y Occidente, Era, México, 1974. Un artículo muy recomendable para ubicar a la Unión Soviética en las relaciones internacionales del siglo XX es Justin Rosemberg, “Isaac Deutscher. La historia perdida de las relaciones internacionales”, en Viento Sur nº. 30, Madrid, 1996. La política de “coexistencia pacífica” con el imperialismo –sobre todo en relación con la agresión yanqui contra Vietnam- también fue duramente criticada años más tarde por el Che, como argumenta Daniel Pereyra en el nº. 3 de Crítica & Alternativa: Revolucionario sin fronteras. El Che y la lucha por el socialismo.

13 Véase al respecto Ernest Mandel “Los frutos amargos del socialismo en un solo país”, disponible en http://revoltaglobal.cat/article555.html.

14 Para una exposición detallada de la teoría de la revolución permanente y de su utilidad para entender la dinámica de las revoluciones socialistas del siglo XX, me remito al brillante estudio de Michel Löwy, The politics of combined and uneven development: the theory of permanent revolution, Verso, Londres, 1981. Para un testimonio del desconocido –pero influyente- movimiento trotskista vietnamita de entregrerras, véase la autobiografía de uno de sus dirigentes: Ngo Van, Memoria escueta. De Conchinchina a Vietnam, Octaedro, Barcelona, 2004.

15 Vid. Ernest Mandel, El fascismo, Akal, Madrid, 1976.

16 Para dos reflexiones marxistas, casi cronológicamente complementarias, sobre las contradicciones de la modernidad capitalista que periódicamente hunden a la humanidad en la barbarie, véase Enzo Traverso, La violencia nazi. Una genealogía europea, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2002 y Gilbert Achcar, El choque de barbaries. Terrorismos y desorden mundial, Icaria, Barcelona, 2007.

17 Liquidación simbolizada por la muerte, en 1940, de Walter Benjamin en Port Bou –durante su huída de la ocupación nazi de Francia– y de Trotsky en México –asesinado por orden de Stalin–; dos almas gemelas de origen judío que, por su genialidad profética, constituyen, a mi juicio, la cúspide de la vanguardia política, intelectual y cultural centroeuropea de la primera mitad del siglo XX. Los paralelismos entre la vida y la obra de ambas personalidades están bellamente descritos en el último capítulo de Terry Eagleton, Walter Benjamin o hacia una crítica revolucionaria, Cátedra, Madrid, 1998.

18 Acerca del destino del marxismo clásico me remito a Perry Anderson, Consideraciones sobre el marxismo occidental, Siglo XXI, Madrid, 1991.

19 Véanse al respecto los acertados comentarios de Antonio Moscato en su libro Il filo spezzato. Appunti per una storia del movimento operaio, Adriatica Editrice Salentina, Lecce, 1996. En este interesante estudio también se esclarecen las relaciones entre Stalin, Bujarin, Togliatti y Gramsci y se rebate buena parte de la mitología oficial del PCI togliattista de posguerra.

20 Véase León Trotsky, Mi vida. Memorias de un revolucionario permanente, Temas de Hoy, Madrid, 2005, un relato que, como la mayoría de los escritos de Trotsky, combina el rigor con un gran talento literario. Otro texto de interés para entender esa época son las Memorias de un revolucionario de Víctor Serge (recientemente reeditadas con el título Memorias de mundos desaparecidos (1901-1941), Siglo XXI, México, 2002).

21 Para ello actualizó la política de frente único obrero desarrollada por el III y el IV Congreso de la Internacional Comunista. Esta orientación era una estrategia revolucionaria específica para los países capitalistas desarrollados concebida para que los partidos comunistas fueran acumulando influencia y hegemonía sobre la clase obrera, en una época de estabilización del capitalismo y de reflujo político del proletariado, en detrimento de la socialdemocracia reformista. Una hegemonía que permitiría marginar al reformismo en fases posteriores de ascenso revolucionario de las masas, facilitando de ese modo la lucha insurreccional por el poder. Sobre los debates acerca del Frente Único, véase Los cuatro primeros congresos de la Internacional Comunista, Cuadernos de Pasado y Presente, Córdoba, 1973 (2 vols). Para un compendio de las propuestas de acción de Trotsky para aplastar el nacional-socialismo alemán, véase La lucha contra el fascismo. El proletariado y la revolución, Fontamara, Barcelona, 1980. Un libro de un enorme rigor y profundidad analítica que constituye una contribución fundamental a la teoría marxista del Estado capitalista.

22 Para una historia detallada de la Oposición de Izquierda en la URSS, véase Pierre Broue, Comunistas contra Stalin. Masacre de una generación, de próxima aparición en la editorial Sepha, un episodio heroico y dramático del movimiento obrero que no puede dejar indiferente a nadie que se reclame del socialismo.

23 Esta idea está bien desarrollada en uno de los pocos libros de calidad que recientemente se han publicado aquí sobre la URSS y que rebate los grandes mitos de la historiografía neoliberal-conservadora desde posiciones de izquierda y antiestalinistas: Moshe Lewin, El Siglo soviético, Historia Crítica, Barcelona, 2005.

24 Para un testimonio escalofriante de la tragedia que significó el estalinismo para la vanguardia obrera revolucionaria de los años treinta, me remito a unas memorias que describen cómo en los partidos comunistas de la época convivían individuos de un heroísmo impresionante (ese heroísmo burocratizado del que hablaba Isaac Deutscher) y burócratas despreciables capaces de los peores crímenes y traiciones: Jan Valtin, La noche quedó atrás, Luís de Caralt, Barcelona, 1967; otro libro que debería reeditarse urgentemente.

25 Partido Comunista Alemán.

26 Véase al respecto el espléndido libro de Daniel Bensaïd, Trotskismos, El Viejo Topo, Barcelona, 2007.

27 Cfr. Traverso, op. cit.

28 Otro trabajo soberbio de crítica de la historiografía liberal de la Revolución rusa es Ernest Mandel, “Octubre de 1917: ¿golpe de Estado o revolución social?” en Escritos de Ernest Mandel. El lugar del marxismo en la historia y otros textos, Los libros de la Catarata, Madrid, 2005.

29 En Rusia el número de escuelas pasó de 38.387 en 1917 a 62.238 en 1919 (recordemos que la guerra civil estalló en 1918), Cfr. Mandel, op. cit.

30 Sobre el papel de las mujeres y del feminismo durante la Revolución rusa, véase Lidia Cirillo, Mejor huérfanas. Por una crítica feminista al pensamiento de la diferencia, Anthropos, Rubí, 2002, a la vez una reflexión marxista sobre el feminismo y una meditación feminista sobre el marxismo. Un libro muy interesante que aquí ha pasado prácticamente desapercibido. Una muestra más de que la situación del movimiento feminista a este lado de los Pirineos sólo es comparable al estado ruinoso del movimiento obrero.

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