Argumentos sobre la identidad nacional catalana

Miércoles 26 de febrero de 2014, por Mar

Jaime Pastor

Las reticencias que se han ido expresando, sobre todo fuera de Catalunya, ante la demanda mayoritaria del derecho a decidir que se reclama desde esa Comunidad Autónoma, tienen que ver, desde mi punto de vista, con varios argumentos a los que trataré de responder en este artículo.

El primero se basa en la negativa a reconocer la existencia de una identidad nacional catalana diferente de la española y con derecho, por tanto, a ser reconocida como tal. Para ello se recurre a una interpretación de nuestra historia común que se apoya, principalmente desde el nacionalismo español mayoritario, a una mitología que se remonta a finales del siglo XV para imponer la tesis, reflejada de forma esencialista en la Constitución de 1978, de que la única nación que existe dentro de este Estado es la española. Quienes sostienen esa posición ofrecen una visión teleológica de esa misma historia negando las tensiones y conflictos -especialmente en las “periferias”- que a lo largo de los siglos posteriores, y sobre todo con 1898 como punto de inflexión, se han ido viviendo en el proceso de nacionalización promovido desde el Estado. Se quiera o no, estamos hablando de sentimientos compartidos de pertenencia y es evidente que existe hoy un amplio sector de la población residente en Catalunya que se siente sólo o principalmente catalana y exige que se reconozca esa identidad en condiciones de igualdad con la española.

El segundo proviene de quienes, aun aceptando a regañadientes ese sentimiento nacional distinto, responden que el Estado autonómico reconoce ese “hecho diferencial” y que la Generalitat tiene ya un amplio listado de competencias propias. Olvidan que ese reconocimiento no se da en condiciones de igualdad, que no se trata sólo de tener más o menos competencias, que la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatut cerró la puerta incluso a una lectura federalizante de la Constitución y que, además, en la actualidad –con el pretexto de “la crisis de la deuda”- se está produciendo un proceso de recentralización acelerada por parte del gobierno del PP que cuestiona algunas de esas competencias.

El tercero sostiene que en cualquier caso el derecho a decidir –o sea, a la autodeterminación- de una parte del territorio del Estado no cabe en la Constitución y que, además, ninguna de las vigentes –salvo la etíope- reconoce ese derecho. A esto cabe responder diciendo que, efectivamente, eso es así pero ello se debe a que la mayoría de los Estados se construyeron promoviendo o en estrecha relación con la nación que acabó siendo hegemónica dentro de los territorios que fueron abarcando, imponiendo muchas veces esa identidad a través de guerras y conflictos y negando su diversidad etno-cultural interna. Esto se ha reflejado en “textos sagrados” que persisten en negar realidades plurinacionales que sin embargo, en lugar de debilitarse, se han visto reforzadas en muchos países de “Occidente”. Por eso no es posible aducir ya que ese derecho sólo corresponde a los pueblos colonizados u ocupados.

Esa “teoría del agua salada” ha saltado por los aires, como estamos comprobando en casos como Quebec y Escocia, y precisamente para evitar la resolución de los conflictos identitarios por la fuerza, se ha optado tanto en Canadá como en Gran Bretaña por el reconocimiento del derecho a decidir de los pueblos afectados. Pero es que, además, la respuesta que el Tribunal Internacional de Justicia dio el 22 de julio de 2010 al Estado serbio respecto a la separación de Kosovo deja también claro que el Derecho Internacional no autoriza la secesión pero tampoco la prohibe. De ahí que el citado tribunal se limite a establecer como condiciones para su legitimidad el no uso de la fuerza, el agotamiento de la vía de un acuerdo negociado y un procedimiento democrático a través del cual se produzca esa decisión(1) . Requisitos que pueden darse claramente en el tema que nos ocupa.

Por encima, por tanto, de las Constituciones está la necesidad de buscar una justicia de reconocimiento de las realidades plurinacionales por vías democráticas, a ser posible en el marco de un federalismo plurinacional o “por tratados” (2) ; pero cuando esa puerta se cierra, como ocurre en el caso español, la única forma de evitar el temido “choque de trenes” es reconocer el derecho a decidir del demos residente en Catalunya sobre cuál es la forma de relación que desee establecer con el Estado español, incluida la independencia.

Por último, desde algunos ámbitos de la izquierda española -y también catalana- se rechaza la demanda del derecho a decidir aduciendo que es una mera “cortina de humo” de las fuerzas de derecha catalana para desviar la atención de la gravedad de la crisis social y los recortes que aplica también el gobierno presidido por Artur Mas; o que, simplemente, se trata de un proyecto insolidario. Pero que ésas sean las intenciones de estas formaciones políticas no debería ocultar la existencia de una relación de injusticia en el plano del reconocimiento ni que la responsabilidad de que este conflicto esté en el centro de la agenda política se debe principalmente a la obstinación del nacionalismo español hegemónico en rechazar una solución democrática al mismo. Además, tampoco se puede negar que es un movimiento ampliamente transversal a la sociedad catalana el que está exigiendo ese derecho; ni, en fin, que no son pocos los sectores sociales y organizaciones que en esa Comunidad están apostando por reivindicar su soberanía no sólo sobre cómo relacionarse con otros pueblos del Estado español sino también para “decidir sobre el mayor número de temas posibles” . Sería más coherente por tanto, apoyar su demanda frente a un régimen que niega ese derecho esforzándonos por extenderla juntos a la exigencia de una “democracia real” frente al despotismo “austericida” que nos (des)gobierna.

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