Agroecología local para alimentar al mundo y enfriar el planeta

Lunes 31 de marzo de 2014, por Mar

Ilustración: Eneko González Yagüe

David Llorente, militante de Izquierda Anticapitalista

Pese a la gravedad y evidencia de los efectos del cambio climático y la urgencia de adoptar medidas ambiciosas para detenerlo y revertirlo, la mayoría de representantes de gobiernos reunidos en las sucesivas cumbres del clima a lo largo de las últimas décadas han respondido con poco más que meras declaraciones de intenciones o con falsas soluciones de mercado. Estas falsas soluciones, como los créditos de carbono o los biocombustibles, no sólo reproducen, bajo un barniz verde, la misma lógica capitalista y productivista que ha impulsado el calentamiento global, sino que al hacerlo agravan además la pobreza y la crisis alimentaria en los países del Sur ?los más vulnerables también a los efectos del cambio climático-, donde los ?desiertos verdes? que permiten al Norte seguir contaminando sustituyen a menudo cultivos alimentarios básicos. Es por ello por lo que las organizaciones y movimientos sociales críticos reclaman a un mismo tiempo justicia climática y soberanía alimentaria.

La crisis climática y la crisis alimentaria están estrechamente vinculadas y comparten como una de sus principales causas el funcionamiento del modelo agroalimentario actualmente dominante, el modelo agroindustrial global. Este modelo, perfilado ya en su orientación básica por el colonialismo y tecnificado y reimpulsado por la Revolución Verde hace medio siglo, se caracteriza por el monocultivo intensivo; por una fuerte y creciente dependencia de agroquímicos, maquinaria pesada y combustibles fósiles; por la orientación preferente de la producción al mercado global; y por el control oligopólico y centralizado del mercado y la cadena comercial por parte de las corporaciones transnacionales agroalimentarias.

El modelo agroindustrial global es energéticamente ineficiente y ambientalmente insostenible. Para empezar, el avance de la deforestación a cuenta de la expansión de las plantaciones agroindustriales está liberando a la atmósfera un enorme volumen de gases de efecto invernadero y eliminando, al tiempo, un importante sumidero de carbono. En la fase de producción, este modelo es ya fuertemente dependiente del consumo continuo de combustibles fósiles ?que conlleva más emisiones de CO2-, tanto para el funcionamiento de la maquinaria pesada como para la fabricación de agroquímicos. La utilización masiva de agroquímicos conduce a medio plazo al empobrecimiento y agotamiento de los suelos, lo que requiere un uso cada vez más intensivo de fertilizantes químicos y genera una demanda también cada vez mayor de agua para regadío.

Finalmente, la orientación de la producción al mercado global y la centralización de la distribución bajo control de las transnacionales hacen que una gran cantidad de alimentos procesados, refrigerados y sobreembalados deba recorrer enormes distancias entre su origen y su destino de nuevo, generando más emisiones de CO2-, cuando a menudo muchos de esos mismos alimentos son también producidos en las inmediaciones del punto de venta. Por todo ello, el sistema agroalimentario dominante se ha convertido en un devorador neto de energía y uno de los principales emisores de gases de efecto invernadero.

Este modelo es, además, socialmente injusto y alimenta la desigualdad. La introducción en la fase productiva de insumos externos altamente costosos y dependientes de mercados volátiles supone, de entrada, que la inversión requerida sea generalmente inasequible para los pequeños productores o que, de poder asumirla, esta implique a menudo su ruina ante los vaivenes del mercado. Esto contribuye a que el avance de las plantaciones agroexportadoras, especialmente marcado en los países del Sur, se realice frecuentemente a costa de las tierras cultivadas por los campesinos para el sustento propio y el abasto de los mercados locales, lo que agudiza en estos países la crisis alimentaria. De hecho, no es casual que en algunos de los países más empobrecidos las hambrunas hayan coincidido en ocasiones precisamente con picos de producción alimentaria (para la exportación), lo que pone claramente de manifiesto que el problema del hambre no es en esencia técnico o productivo, sino distributivo y organizativo. Por último, el control del mercado y la cadena comercial por parte de las transnacionales agroalimentarias les permite también retener y acumular la mayor parte del valor agregado, generando condiciones económicas crecientemente inasumibles tanto para los campesinos y jornaleros del Sur como para los del Norte.

Frente a este modelo agroindustrial global, depredador e injusto, un movimiento creciente en todo el mundo está impulsando como alternativa un modelo agroecológico local. Este modelo alternativo se basa en la diversificación y complementariedad de las actividades agrícolas dentro de ecosistemas integrados; la utilización de técnicas fertilizantes y sanitarias naturales no agresivas con el entorno; el cierre de ciclos ecológicos y el aprovechamiento de recursos locales renovables; y la comercialización local de la producción a través de circuitos cortos.

El modelo agroecológico local es, en primer lugar, energéticamente eficiente y ambientalmente sostenible. La producción agroecológica restituye la materia orgánica a los suelos, incrementando su fertilidad y rendimiento y su nivel de retención hídrica y reduciendo, por tanto, la demanda de agua y fertilizantes químicos. La agroecología promueve además la recuperación de la biodiversidad y, con ella, la capacidad de adaptación de la agricultura ante cambios ecológicos actuales o futuros. La comercialización local de la producción reduce la distancia que los alimentos deben recorrer hasta su punto de venta, así como las necesidades de refrigeración y sobreembalaje. El modelo agroecológico local, en síntesis, aumenta el rendimiento sostenible de las fincas al tiempo que consume menos energía y recursos no renovables y reduce drásticamente las emisiones de gases de efecto invernadero en la producción, procesamiento y distribución de alimentos, contribuyendo de este modo a enfriar el planeta y revertir el cambio climático.

Este modelo es, también, más justo y equitativo. Debido a la menor dependencia de insumos externos costosos y volátiles y a la menor escala de inversión requerida, la producción agroecológica es más asequible, rentable y segura para los pequeños productores. La mayor intensividad en trabajo que en capital permite asimismo sostener el empleo en el campo y evitar el éxodo rural. La orientación preferente de la producción al mercado local asegura además a la población de cada zona el abasto de alimentos frescos y nutritivos, garantizando así universalmente el derecho básico a una alimentación sana y suficiente. Por último, la comercialización de la producción a través de circuitos cortos permite minimizar el número de intermediarios, retener un mayor porcentaje del valor agregado en manos de los productores y ofrecer también precios más económicos a los consumidores. El modelo agroecológico local respeta, en suma, la soberanía alimentaria de los pueblos y promueve un desarrollo incluyente y equitativo y un poblamiento equilibrado del territorio.

El debate en torno a las medidas para detener y revertir el cambio climático no puede seguir postergando ya más la necesidad de abordar un cambio estructural en el modelo prevaleciente de producción, distribución y consumo. El sistema agroalimentario debe situarse en el centro del análisis y de la acción colectiva y el modelo agroecológico local debe ser considerado como una alternativa viable, sostenible y justa frente al modelo agroindustrial global y las falsas soluciones de mercado.

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