Buscando la centralidad… apareció el conflicto

Sábado 25 de abril de 2015, por Jesús

Brais Fernández y Jaime Pastor |Público.es Miembros de Anticapitalistas

Le Nouvel Observateur: ¿Cuál es, según usted, el valor de izquierda que habría que promover urgentemente? Margarite Duras: La lucha de clases. Le Nouvel Observateur: ¿Perdón? Margarite Duras: Aparte de restablecer la lucha de clases, no veo… Le Nouvel Observateur, 2 de abril de 1992.

Aceptemos que el centro político no es una posición ideológica. Ya lo sabía Adolfo Suárez: el “centro” es la acumulación de fetiches, consensos y acuerdos tácitos generados por la ideología dominante en tensión con los impulsos que surgen desde los de abajo, que se renuevan una y otra vez en función del momento político, creando una serie de sentidos que regulan la disputa pública. Es lo que se puede decir y lo que no, es la “opinión pública”. Y al final, más allá del lenguaje, el problema es político y estratégico.

Concretemos. La conciencia pública es siempre contradictoria. Gramsci explicaba que el sentido común es la forma que tiene la ideología dominante de presentarse como “natural”, como si fuera algo que tiene más que ver con los ciclos meteorológicos que con las construcciones sociales. El sentido común hegemónico rechaza la corrupción pero respeta al empresario “decente” que paga impuestos. Reclama democracia, aunque a veces exceptúa a los catalanes. Quiere un cambio político, pero para volver a la situación anterior a 2008.

¿Y eso es todo? ¿Hemos llegado hasta aquí para lamentarnos del “bajo nivel de conciencia”? Pues no: a partir del 15M surge un sentido común contra-hegemónico, impuro y populoso, que se expresa de forma desordenada. Digamos que ese sentido común contra-hegemónico es potencialmente hegemónico, pero no está libre de las presiones de aquél. Viven los dos en tensión y por lo tanto, se contaminan mutuamente, pero teniendo siempre presente que su evolución no depende solo de su influencia respectiva en el ámbito discursivo sino también de la que conserven o conquisten en las distintas esferas de poder existentes en la sociedad.

Podemos surge precisamente de ese impulso contra-hegemónico. La llamada “hipótesis populista”, teorizada y aplicada escrupulosamente por los dirigentes de Podemos pretendía partir de ese “sentido común contra-hegemónico” e ir progresivamente ampliando su campo político (“transversalidad”) hasta conectar con capas dominadas por el sentido común hegemónico. Es decir, por decirlo con viejas metáforas partir desde la extrema izquierda (porque no quedaba más remedio) para conquistar el centro.

Pero, como era previsible, las élites se revolvieron ante esos intentos de buscar el centro y apareció el conflicto. Un conflicto unilateral, no deseado por la dirección de Podemos, que reaccionó a la defensiva moderando su discurso y su práctica política. La centralidad se convirtió en aceptar que los miedos de las clases medias son los límites y por lo tanto, los ejes en torno a los cuales hacemos política. El problema es que ese “centro radical” genera nuevos marcos consensuales que ofrecen una salida en la cual la clase dominante evita la confrontación frontal y recurre a “nuevas” herramientas, como Ciudadanos, que buscan mimetizarse con Podemos, tratando de anular así el potencial subversivo de ciertas demandas que antes lo eran. Hay ejemplos de sobra: si la cuestión es simplemente la eficiencia, pues quizás Ciudadanos tenga más tecnócratas salidos de las universidades privadas, esas fabricas para la reproducción de élites. Si al final el problema es estético, convertimos las primarias en una nueva función rutinaria. Si el problema es generacional, podemos colocar como candidatos a personas con aspecto de chicos modelo.

La dirección de Podemos, ya de forma abierta después de las elecciones europeas, apostó por una estrategia que, a pesar de presentarse como audaz, tendía a adaptarse a “la opinión pública” para bien y para mal. Relegadas a un segundo plano las potencias creadas a raíz del movimiento 15M (potencias que, lejos de haber muerto, vuelven cual viejo topo en huelgas como la de los trabajadores de Movistar, asamblearias y auto-organizadas, la “marea azul”) tanto en el plano organizativo como el político, el famoso “el miedo va a cambiar de bando” ha sido sustituido por el aburrido, vacío y frustrante, pero siempre respetuoso, concepto de regeneración democrática. Y claro, cuando ha desaparecido el conflicto y reaparece el consenso (“el centro”), el régimen se mueve más cómodo, pasa a la ofensiva y Podemos se ve relegado al papel de receptor “los votos de la protesta”, esta vez ordenados y depurados de activismo.

Pablo Iglesias en su artículo “La centralidad no es el centro” (respondido por Emmanuel Rodríguez, en otro artículo titulado “La centralidad es la ruptura”) plantea debates fundamentales sobre la orientación, discurso y práctica de Podemos. No es un artículo que pueda pasar desapercibido. Hay como una sensación de cierto desasosiego, de cierto cansancio en muchos sectores que se habían ilusionado con Podemos. La posibilidad de ganar las próximas elecciones generales parece alejarse y la percepción de una vuelta una guerra de posiciones reabre debates soterrados pero fundamentales.

Pablo Iglesias llama a volver a poner en el centro de debate público el eje anti-austeridad, la defensa de lo público, a recuperar el espacio que ha abandonado la socialdemocracia. Para eso nació Podemos y de ahí se deriva su potencia. Pues le daremos la razón de forma provocativa: Podemos debe ocupar el espacio de la Social-Democracia, pero no de la que añora Zapatero, sino más bien algo parecido a lo que fue la Social-Democracia alemana de principios de siglo XX, antes de su degeneración en vísperas de la Gran Guerra. En ese partido estaban desde pre-keynesianos como Bernstein hasta revolucionarias como Rosa Luxemburgo, un espacio de construcción contra-hegemónica, que potencia una cultura propia implantada orgánicamente entre las clases populares, combinando la resolución de problemas cotidianos de la gente con un horizonte de sociedad alternativa. Esa es la hipótesis que está experimentando SYRIZA en Grecia y que materializa la idea de Gramsci de que para “ganar” antes hay que ganar posiciones; en otras palabras, que necesitamos algo más que una “máquina de guerra electoral” para ganar las elecciones. En conclusión, en el centro está el conflicto, y la “centralidad” es, al fin y al cabo, la disputa entre clases para ver quién o quiénes encarnan y articulan un proyecto de país, ya sea en términos de autorreforma o de ruptura. Una ruptura que también tiene que serlo con la austerocracia europea, oportunamente denunciada por Pablo Iglesias en el artículo mencionado.

Podemos tiene así dos opciones: continuar constreñido a un campo de disputa que ya ni siquiera le va a ser rentable en lo electoral, pues determinados “significantes vacíos” han encontrado un formulador más creíble, o lanzarse con el tremendo capital político acumulado a la construcción de un nuevo campo en donde “cambio” tenga un significado concreto vinculado no sólo a las demandas sino también a las necesidades objetivas de las clases populares. Por este segundo camino quizás podríamos reencontrarnos quienes nos seguimos reconociendo en Podemos mediante una reformulación de un proyecto de mayorías que no por ello renuncie, como sugería Chantal Mouffe en una entrevista reciente, a la categoría de “izquierda”, sino que sea capaz de resignificarla en un sentido democrático radical para todos los ámbitos de la necesaria sostenibilidad de la vida.

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