¿Retorno al punto cero?

Jueves 5 de septiembre de 2013, por Pacheco

David G. Marcos

En el escenario de la gran tela de araña, la ingenua mosca volvió a quedar atrapada. Mirando a su alrededor, veía como una compañera de oficio se hallaba tan sólo a unos centímetros de su pata izquierda. Tenían la certeza inconsciente de haberse visto ya en alguna otra ocasión, cuando comenzaron a conversar sobre cómo salir del atolladero. Sin embargo, pronto el coloquio mutaría en una discusión sobre la torpe y descuidada condición por la cual llegaron a este desolador contexto.

Hace sólo unos días, Jorge Moruno recordaba que no existe una verdad robada, un pasado mistificado que recuperar. El engaño y la traición pertenecen al campo de la moral pero nada nos dicen a la hora de pensar la política. Entonces, ¿por qué se afanaban las moscas en profundizar en torno a sus ruinas y diferencias?, ¿por qué volvían a enzarzarse una vez más en la tópica disputa por la inquebrantable verdad robada?, ¿por qué no bajaban sus impotentes conversaciones a lo concreto y al argumento? Puede que, precisamente, fuera por la impotencia de las mismas. Cuando tu praxis política se topa con el muro del escepticismo generalizado; cuando lo que sientes como necesario algunos lo ven sólo como extraterreste o anacrónico, la política se convierte entonces en levitación. El viejo filósofo Daniel Bensaïd apuntaba bien cuando nos recordaba, en su libro La sonrisa del fantasma, cómo el debilitamiento de las resistencias colectivas hace creer que las ideas geniales rigen el mundo. Volvemos al relato mesiánico y sacralizado, a los druidas de la poción mágica, a los conspiradores paranoicos. Volvemos a reducir lo real a simulacro, la lucha de clases en juego de mesa. La política se convierte entonces en levitación.

Llegados a esta situación, los grados de fuerza capaces de redefinir las relaciones de poder para invertir la balanza del capitalismo, quedan reducidos a la residual energía del punto cero. Sería el físico alemán, Otto Stern, el que formularía el principio de tal energía residual, en 1913: “La energía del punto cero es la más baja que un sistema puede tener, no puede ser eliminada de dicho sistema”. Décadas más tarde, Hannah Arendt relataba, en Was ist Politik?, cómo le angustiaba la idea de que la política pudiera desaparecer completamente del mundo. Las derrotas y desastres de los que la izquierda comenzaba a ser consciente, allá por los años 90, hacían que la pregunta de si acaso “la política todavía tiene significado alguno” se volviera inevitable. Sin embargo, la historia nos demuestra cómo la política posiblemente posea esa latencia perpetua de offset, ese punto cero al que regresar desde la cresta de las pulsiones combativas, cansada y repleta de agotamiento, al impasse de la desmovilización social.

En 2011, las revueltas árabes daban el pistoletazo de salida a un ciclo de movilizaciones que pronto encontró su eco resonador a lo largo de todo el planeta: 15M, Occupy Wall Street, Que se lixe a Troika, protestas en Turquía, indignación brasileña, etc. Algunos todavía continúan empeñados en buscar torpemente los contornos impuros de tales movimientos, al tiempo que aún hay voces que analizan las protestas como si de compartimentos estancos e inconexos se tratara. Dos años y medio después, tanto el golpe militar en Egipto como la intervención imperialista en Siria amenazan con sentenciar este ciclo, enterrando las ilusiones que despertó bajo la polvareda de contrarrevolución y maraña geopolítica, en la que las posiciones internacionalistas brillan por su ausencia. En este caso, mi pregunta no resultará tan categórica como la que se formulaba Arendt. Las dudas que posiblemente asalten pronto a una parte de la militancia de izquierdas subyacerán a si retornamos o no, impotentemente, al punto cero. Algunas experiencias y dinámicas apuntan hacia esa eventualidad. Por una parte, volvemos a toparnos con retóricas postmodernas que bien representan la expresión y el fermento de un aturdimiento que parece obligar a escoger el camino de la huída hacia adelante. Mientras tanto, al otro lado de la helicoidal cadena de ADN que representan las relaciones de la izquierda, encontramos al catecismo de la ortodoxia. Su estrategia para conquistar hegemonía -marginal- pasa por aglutinar todo lo que le produce urticaria en un mismo polo, cuanto más alejado mejor. Así reafirma su postura el que de sobredosis de izquierda consigue salirse del margen para construir su mito. Pero este mito, como el propio Santiago Alba Rico reconoce en su último artículo, no tiene fisuras: es compacto y perfecto. El único fallo es que no se adecúa a la realidad, por haber construido una paralela. Eso es lo que parece haber construido cierta parte de la izquierda, un mundo paralelo en el que disentir es traicionar, analizar está demasiado lejos de lo concreto, y luchar se ha convertido en algo demasiado mainstream. La política se convierte entonces en levitación.

Sin embargo, si algo nos ofrece la posibilidad de que la balanza bascule hacia lo positivo, de que volvamos a las dinámicas de flujo y consigamos algún día dejar de ser revolucionarios sin revoluciones, es que recordemos que el tiempo que marca los episodios de cambio social no es el tiempo liso de la aguja del reloj, sino más bien un tiempo roto, ritmado, de aceleraciones bruscas y ralentizaciones repentinas [1]. Sabemos que la irrupción de una mayoría social en la esfera política vendrá cuando menos lo esperemos. Sabemos que algún ¡salto! nos conseguirá sorprender nuevamente. Hasta entonces, paciencia o barbarie.

@DavidGMarcos

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